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Historias heterodoxas

El salmón de Belarmino Tomás

La búsqueda de aceite por el frente asturiano durante la Guerra Civil para poder cocinar un hermoso pescado en la sede del Gobierno regional, en la "Casa Blanca" de Gijón

El salmón de Belarmino Tomás

En el otoño de 1935, un escándalo de corrupción le costó el Gobierno al jefe del Partido Radical, Alejandro Lerroux. No se crean que estamos hablando de millones de pesetas; lo que hizo caer a aquel Gobierno fue el regalo de dos lujosos relojes de bolsillo que unos estafadores extranjeros entregaron al ahijado de don Alejandro con el encargo de que los hiciese llegar a quienes debían autorizar la apertura de un negocio fraudulento en España.

Se trataba de favorecer la instalación en el casino Gran Kursaal de San Sebastián de unos juegos parecidos a la ruleta, aunque sólo tenían trece números, pero que estaban trucados porque el movimiento de la bola que debía detenerse en las casillas se controlaba por un mecanismo secreto que permitía regular las ganancias. En las primeras horas de juego la estafa se hizo tan evidente que las autoridades decidieron intervenir para evitar males mayores, pero un mes después las máquinas volvieron a funcionar en el Hotel Formentor, en Baleares, aguantando otra semana más antes de ser precintadas definitivamente.

La reacción de los maleantes fue intentar chantajear a Lerroux para que les indemnizase a cambio de callarse lo de los relojes y cuando este se negó dieron a conocer el pastel a los a los líderes de la oposición Indalecio Prieto y Manuel Azaña que lo denunciaron al presidente de la República Niceto Alcalá Zamora lo que provocó la crisis de gobierno.

Ya les he adelantado como acabó todo y debo decirles también que el asunto tomó tanta relevancia que la palabra estraperlo, formada con las primeras sílabas de los protagonistas de la estafa se popularizó en los años de la posguerra para referirse al comercio clandestino de productos de primera necesidad y pasó al diccionario como sinónimo de chanchullo o intriga.

Les he contado esto para que vean que las habas de la corrupción viene cociendo en la olla de la política española desde hace décadas, aunque lo que entonces provocó una crisis en el estado republicano nos produce risa si lo comparamos con las cifras que ahora puede embolsarse cualquier chorizo de medio pelo.

El sentido de la moral pública y la ética en aquellos años era tan elevado que no nos extrañan los escrúpulos que tuvo que superar Belarmino Tomás, la más alta autoridad de los asturianos en plena Guerra Civil, antes de tomar la decisión necesaria para poder dar un gusto a su revolucionario paladar.

El caso sucedió en 1937, cuando el asunto ya estaba muy negro y la escasez había vaciado todos los hogares, incluyendo hasta el más representativo, donde se alojaba la primera familia regional y que los ciudadanos conocían como la "Casa Blanca", seguramente más por el color real de su fachada que por buscar una similitud con la residencia de los presidentes americanos.

Se trataba de un hermoso edificio racionalista diseñado por el arquitecto Manuel del Busto en la Plaza el Parchís de Gijón y que iba a acabar albergando cuando se proclamó el Consejo Soberano además de las habitaciones particulares de su presidente, y su despacho oficial a las consejerías de Industria, Marina Mercante, Pesca y Sanidad. Hoy la construcción sigue en pie y alberga en uno de sus pisos a la sede del Partido Popular. Pero no hagamos sangre y volvamos a lo nuestro.

Una tarde apareció por allí José Díaz Pérez, profesor de la Escuela de Comercio, miembro de la UGT y entonces alcalde socialista de Ribadesella. El hombre traía bajo el brazo una carpeta con informes y papeleo de su ayuntamiento que debía solucionar con la máxima autoridad regional, y en la otra mano portaba una gran cesta con un pequeño tesoro natural que había sido arrebatado hacía pocas horas a las aguas del río que da nombre a su localidad.

Belarmino lo saludó sin levantar la cabeza de sus propios papeles, pero poco a poco fue dirigiendo su vista hacía el recién llegado hasta reparar en la hermosa cola de pescado que sobresalía por un extremo del capazo. Entonces se levantó e hizo un sitio en la mesa para que el alcalde pudiese posar su carga sobre la madera. Le dio la mano y sin pérdida de tiempo comenzó a retirar lentamente el trapo que cubría la pieza: era un salmón de siete u ocho kilos, fresco y hermoso como un cometa rosado.

En aquel tiempo de escasez se trataba de un verdadero manjar que, dado su tamaño, podía compartirse generosamente con los más íntimos, pero al llevarlo a la cocina saltó la alarma. No había ni una gota de aceite, ni de manteca o algo que pudiese sustituirla, porque estas materias indispensables para preparar los alimentos eran escasísimas y para dar ejemplo hasta en la casa del gobernador se racionaban con el máximo rigor.

Cabía la posibilidad de intentar la fritura con la grasa que iba a soltar el mismo pez, pero Belarmino no quería arriesgarse a estropear la cena, de manera que decidió emplear su autoridad para saltarse la normativa que él mismo había dispuesto, aunque en un intento de tranquilizar su conciencia se prometió a sí mismo y a los demás que esa sería la primera y única vez que lo haría.

Era preciso conseguir aceite aunque para ello se removiese toda Asturias y como no era cosa de andar picando a la puerta de los vecinos, que seguramente tampoco lo tendrían, alguien tuvo la idea de pedirlo a uno de los frentes de combate. Todos estuvieron de acuerdo y se empezaron a barajar diferentes posibilidades para dar con un jefe de confianza que estuviese dispuesto a recortar en medio litro la ración de sus hombres manteniendo en secreto su destino, ya que aunque estaba claro que no debía citarse al salmón para nada, era necesario que se supiese de dónde procedía la orden.

También resultaba evidente que el gobernador debía permanecer en un segundo plano y que otro tendría que coger el teléfono para solicitar el aditamento culinario con la mayor diplomacia. Nadie mejor que su secretario, Santiago Blanco "El avilesu" para dirigirse al elegido: el comandante Arturo Vázquez, un minero natural de Chantada, en Lugo, pero que llevaba toda su vida vinculado al socialismo de las Cuencas llegando a presidir el Comité regional del Sindicato Minero de la UGT.

Se trataba de un hombre de probada lealtad y discreción, que había huido a Francia y Bélgica tras la Revolución del 34, acusado de ser el hombre de confianza de González Peña, hasta que pudo regresar con la amnistía del Frente Popular. En aquel momento su batallón combatía en el frente de Oviedo y hasta allí se le hizo llegar la petición del Gobierno regional que obtuvo una rápida y disciplinada respuesta.

A toda velocidad un coche oficial recorrió los treinta kilómetros que mediaban entre el fuego de las balas y el que calentaba la cocina bilbaína para llevar a un teniente con medio litro del preciado líquido. Dicen que los comensales royeron hasta las espinas, porque ya se sabe que todo es alimento. Después llegó la digestión y por último la inevitable sensación de vergüenza.

No sabemos si el fiel comandante Arturo Vázquez conoció los detalles de lo que pasó con su aceite, pero para honrar su memoria debemos decir que ascendió a teniente coronel por méritos propios y cuando la guerra acabó en Asturias fue capturado en el vapor con el que intentaba por segunda vez el camino del exilio. Luego lo fusilaron en Gijón el 15 de febrero de 1938.

En cuanto a Belarmino Tomás, nunca mencionó esta anécdota que finalmente se diluyó en el tiempo, pero no pudo evitar que alguien de los que aquella noche se sentaron a la mesa de la "Casa Blanca" la recogiese en sus memorias. Lo que menos esperaba nuestro mandatario es que después de tantos años hoy la pudieran conocer los asturianos. La historia tiene estas cosas.

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