Opinión | Dando la lata

Por un trozo de queso

Los razonamientos cuando se sufre una gran indigestión

Mira que pensé que ese trozo de queso llevaba demasiado tiempo abierto y arrinconado dentro de la nevera. Ya, pero estaba rico, no voy a tirarlo, sería una pena. Ya, pero ahora que le quito la envoltura de plástico parece que huele rarito, más intenso que antes. ¿Qué hago? Basura o plato. Venga, no seas tiquismiquis, corta pan, sírvete un vino y adelante. A las cuatro de la mañana salté de la cama como un disparo. Me iba por arriba, por abajo, hasta por los poros. El puñetero trozo de queso acompañado por todo lo comido y bebido en una semana abandonó mi cuerpo violentamente. No habría estado de más un cinturón de seguridad que me fijara al inodoro. Volví a la cama como si hubiera cruzado el Sahara a gatas y una brizna de optimismo me llevó a confiar en que el terremoto no tendría réplicas. No fue así. Las sacudidas se produjeron con asombrosa precisión, cada hora y a las ocho de la mañana uno se pregunta cómo es posible que aún haya algo en los intestinos. Será zumo de sesera, cera orejera, mocos y agua de los ojos, porque en el aparato digestivo no puede quedar nada y ya noto que las paredes de las tripas se pegan. La fiebre le lleva a uno a discurrir idioteces que luego parecen hasta simpáticas. Y el dolor de huesos lo deja a uno desarticulado, casi paralizado salvo para transitar al baño.

Es interesante analizar el funcionamiento de la mollera en momentos así y la evolución del razonamiento a lo largo de la fase aguda del cataclismo gastrointestinal. Comencé maldiciéndome por haber ignorado las señales que emitía aquel trozo de queso, pero en el enésimo viaje al trono abrí el abanico de posibilidades: alguien me contagió, hay mucho virus chino por ahí suelto, puede haber sido casualidad y el queso debería pasar de acusado a sospechoso. Sin embargo, el resistente rinconcito del sentido común se mantuvo en sus trece: Ahora estás desguazado por bobo.