Opinión | Tribuna

Novedad de lo que permanece

Homenaje de su aldea natal de Cuérigo al Beato Juan Alonso y compañeros mártires del Quiché

Alonso, a l izquierda, en la iglesia que construyó en Guatemala.

Alonso, a l izquierda, en la iglesia que construyó en Guatemala.

El homenaje religioso y festivo que rinde cada año la Unidad Pastoral del Alto Aller al Beato mártir Juan Alonso (+15/2/81) en la iglesia parroquial de Cuérigo, tendrá lugar en esta ocasión el día 7 de junio, festividad del Sagrado Corazón. La coincidencia de ambas conmemoraciones explica el interés de la familia y de la Delegación Diocesana de Misiones por hacer extensiva esa celebración a sus compañeros de apostolado y martirio en el Quiché (Guatemala), padres José María Gran (+4/6/80) y Faustino Villanueva (+ 10/7/80). Los tres sacerdotes eran miembros de la misma Congregación religiosa cuyo nombre es precisamente Misioneros del Sagrado Corazón, título que, con atinada concisión, define el carisma propio de su identidad y vocación en la Iglesia. Asimismo, la concelebración eucarística estará presidida por otro misionero de la Congregación, W. Méndez, natural de Guatemala y conocedor profundo de los acontecimientos político-sociales y religiosos vividos en su país antes y después de las muertes martiriales que conmemoramos.

Alonso (de espaldas) en su primera misa  en Cuérigo, el 20 de junio de 1960.

Alonso (de espaldas) en su primera misa en Cuérigo, el 20 de junio de 1960. / arcadio alonso fernández

El Departamento del Quiché, donde realizaron su labor evangelizadora y tareas promocionales es un territorio de poco más de 8.000 km2, y cuya población ascendía entonces a medio millón de habitantes. Convivían en él diferentes comunidades indígenas mayas con grupos mestizos y otra población de diversa procedencia. Tras periodos de tensiones latentes, en unos casos, y de situaciones conflictivas político-sociales, en otros, Guatemala vivió años de extraordinaria violencia y sangrientos enfrentamientos civiles durante la Dictadura militar del general Romeo Lucas (1979-82) y sus sucesores inmediatos Ríos Montt y Mejía Victores (1983-86). Fueron hechos cotidianos desde entonces el secuestro y la tortura, las masacres indiscriminadas, el expolio de tierras, el acoso y avasallamiento de las etnias indígenas y los desplazamientos forzados.

Abiertamente hostiles a la Jerarquía católica y a los proyectos innovadores que había suscitado y alentado la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín en 1968, el trasfondo de la oposición a la Iglesia por parte de las sucesivas dictaduras militares y las minorías oligárquicas que las apoyaban no hay que buscarlo en planteamientos doctrinales o debates ideológicos sobre creencias, sino en el testimonio personal de apoyo incondicional y compromiso efectivo de los agentes de pastoral (sacerdotes, religiosos/as y colaboradores laicos) con los grupos humanos que sufrían más directamente las consecuencias de la presión política, la convulsión social y las desigualdades hirientes en el reparto y tenencia de los recursos económicos, así como la negación explícita de derechos humanos básicos (atención sanitaria, escolarización, trabajo, infraestructuras, viviendas habitables…). Eran conscientes de que aquella situación dramática que se vivía en el país, muy especialmente en el Quiché, el anuncio evangélico, al que estaba asociada una intensa acción promocional liberadora, debía ser proclamado con hechos y actuaciones prácticas, no solo con palabras, exhortaciones o razonamientos, haciendo de él carne y sangre de la propia existencia.

De esa opción por los más desvalidos e impotentes derivaba la lucidez para el análisis y discernimiento de los nuevos retos que afrontaban y la capacidad de decisión para promover iniciativas, reorientar objetivos o proyectos y proponer nuevos modos de presencia en las comunidades cristianas y en las etnias indígenas postergadas, compartiendo riesgos, acosos y amenazas de muerte. Es obviamente obligado traer a la memoria el hecho de que nuestra Iglesia Diocesana estuviera presente con varios de sus sacerdotes (César Rodríguez, J. A. Orviz, Marcelino Montoto y José Antonio Álvarez) en diversas parroquias del Quiché, durante los años 1978-80, coincidiendo con los momentos más dramáticos que vivía el Departamento, y en los que tuvo lugar la ofrenda martirial a los que hoy rendimos veneración y respeto.

Los mártires del Quiché, como tantos otros de diferentes países del mundo forman parte de aquella nube de testigos a que hace referencia el autor de la Carta a los Hebreos (12,1) y que siguen siendo semilla de vida, y anticipo de nuevas germinaciones. Pensando en el hecho del martirio, el Maestro asturiano en Teología y experto en saberes varios, Juan Luis Ruiz de la Peña ha explicado con su habitual clarividencia que solo quien ha llegado a entender la propia vida como don recibido puede vivir ya también como ofrenda de sí mismo a los demás. Ese ha sido el mensaje de Jesús –afirma textualmente– y así comprendió Él su existencia, acuñando un nuevo paradigma de lo humano.

La celebración religiosa finaliza con la veneración personal de los participantes a la reliquia del Padre Juan Alonso, entronizada en la Iglesia con motivo de su beatificación. Simboliza la adhesión comunitaria al testimonio ejemplar de fidelidad a la Causa de Jesús y su Reino, compartida por los Beatos compañeros de su misión a los que hoy también veneramos. Pensando en ellos y en tantas personas anónimas igualmente mártires en defensa de las comunidades indígenas y de sus valores culturales el escritor y poeta nativo H. AK`ABAL ha dejado escrito: Sois ya luz de luna nueva / en este Quiché, herido en su historia, / semilla granada ya en flor, / sangre fundida con la madre tierra común, / porción sagrada de nuestra herencia maya.

Novedad de lo que permanece: Iglesia profética y martirial, Comunidad sinodal peregrina, Reino de Dios ya presente en la historia, Pueblo de Dios misionero.

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