En sus Vidas escritas Javier Marías retrataba a grandes de la literatura como Laurence Sterne, Thomas Mann, Yukio Mishima, James Joyce o Malcom Lowry dando pinceladas de afecto unas veces y poniendo mucha guasa y un tazón de crueldad otras; afecto -y algo de guasa- hay también en este Póquer de ases que ofrece Manuel Vicent, en el que pasa revista a más de un nombre que también aparece en la obra de Marías -Rilke, Mann, Joyce, Lampedusa- penetrando en su biografía e interpretando lo fundamental de su obra con una expresa voluntad de llegar a la esencia. La literatura es un espejo que depende siempre de quien lee, de quien se mira en él; y para hacerse reales, las cosas del mundo dependen más de la forma del cristal de quien mira que de ellas mismas. El camino hacia el suicidio de Virginia Woolf, por ejemplo, está en estas páginas completamente liberado de emoción y sentimentalismo. Podría enfocarse con trágica tristeza, como hizo Stephen Daldry en Las horas, su interpretación cinematográfica, pero Vicent le quita hierro al asunto con una sutileza humorística que recorre todo el libro. No cabe duda de que el retratista tiene sus preferencias: siente más simpatía por Albert Camus que por Louis-Ferdinand Céline, por ejemplo, abraza más a Rafael Azcona que a Adolfo Bioy Casares, hay menos distancia en el retrato de Pío Baroja que en el de Hermann Hesse, o estruja más la comicidad en casos como el del borracho Dylan Thomas, el mimado Marcel Proust, el grandilocuente Ernest Hemingway o el payés Josep Pla que en los de Samuel Beckett o Arthur Miller, pero cada uno de los treinta y un escritores que pasan por estas páginas están vaciados, pacientemente analizados y condensados en algo así como una agradable, fugaz y eficaz diapositiva. Manuel Vicent logra descender al núcleo ígneo de cada autor para volver luego a la superficie portando un puñado de destellantes centellas que ponen luz sobre ellos y, quizá también, nos iluminan a nosotros un poco el camino.

El arte, lo dijo Fernando Pessoa, otro de los retratados en este armónico conjunto, nos libra ilusoriamente de la sordidez de existir. Los grandes autores son capaces de proporcionar esa ilusión con sus obras, de sacarnos de nosotros para vivir en lo imaginado por ellos. Esos creadores de ilusión, sin embargo, son también personas con más o menos las mismas pasiones, los mismos sueños, las mismas vilezas y las mismas grandezas que todos los demás.

Graham Greene confesaba escribir para vengarse de Carter, el tipo duro que lo humillaba en el colegio. A Jorge Luis Borges se lo llevó su padre de putas siendo un adolescente y no pudo después normalizar su relación con ninguna mujer porque, en palabras de Bioy Casares, él se enamoraba y ellas lo placaban. James Joyce y su mujer Nora vivieron en continua exaltación erótica.

Ella le contó la historia de Michael Bodkin, un muchacho enamorado suyo que tiró unas piedrecitas a los cristales de la ventana de su cuarto la última noche que ella pasó en Galway antes de irse a Dublín a servir. Al asomarse lo vio estremecido, llorando bajo el aguacero. El chico murió quince días después. Joyce padeció unos celos retrospectivos que excitarían su imaginación y convertiría esta historia en Los muertos.

Entre estas páginas están también Zelda y Francis Scott Fitzgerald caminando desde el glamour hacia la destrucción; la verborrea y las adicciones de Truman Capote: «Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio»; los amores de Franz Kafka; la afición al whisky de William Faulkner; la afición a Faulkner de Juan Benet y su competición literaria con su amigo Luis Martín-Santos; Rainer Maria Rilke seduciendo a sus condesas y viviendo en palacios de prestado; el entorno familiar y las pulsiones de Tennessee Williams; las fiestas, las tertulias, los hoteles de Dorothy Parker; el epitafio y el mar de Joseph Conrad; Julio Cortázar en bicicleta por París y Picasso dándole la matraca a Gertrude Steine para que quite un Matisse de la pared, también en París; el gusto por la cazalla lisboeta de Fernando Pessoa? Y más. Todo en un libro a la vez colectivo y personal con el que Manuel Vicent parece estar diciéndonos: «Miradlos, eran hombres iguales a nosotros». Eran capaces de caer muy bajo. Podían emborracharse, perderlo todo en las mesas de juego, espiar a sus amigos. Podían ser vanidosos, egoístas, manipuladores, desatentos con el prójimo. A alguno de ellos incluso lo atenazó la pobreza, como a Camus, o, peor, la locura. Podían incluso enfermar y morir, como todo el mundo, pero ellos escribieron Esperando a Godot, El ruido y la furia, La invención de Morel, El tercer hombre, A sangre fría, El Gatopardo, La montaña mágica, El Aleph, El lobo estepario y otras cosas por el estilo que a diario nos hacen entender que la literatura es la manera más agradable de ignorar la vida.