francisco garcía pérez

Nada como este libro del norteamericano Paul Theroux (1941) para viajar sin moverse de casa durante estas vacaciones. Tan bien sabe su autor mimetizarse por donde va y contarlo luego que este viaje, en el que sigue casi los mismos pasos que recorriera treinta años atrás, puede leerse de dos maneras, es dos libros a la vez. Vuelve a ser, como El gran bazar del ferrocarril de 1972, una mirada de a pie, de explorador de gentes y paisajes a ras de suelo, sobre países como Georgia, Azerbaiyán, Turkmenistán, Uzbekistán, India, Sri Lanka, China, Japón o Rusia, muy alejados los primeros o del todo imposibles para los turistas masificados y embutidos en los transportes que las agencias disponen hacia falsos paraísos. En efecto, puede leerse en este Tren fantasma a la Estrella de Oriente cómo se debe ver un partido de críquet (pág. 225), cómo se ha de dar la mano en algunos países (256), cómo son las inmensas naves de Bombay desde las que se atienden las consultas técnicas de usuarios de EE.UU. (288), cómo se las gastan los tamiles y los Tigres Tamiles (332) o espantarse recordando el lema de los jemer aplicado a quienes no eran campesinos: «Manteneros con vida no es una ganancia, perderos no es una pérdida» (488). Basta con unas pocas y exactas palabras para colocarnos en situación: «Tukmenistán era un régimen tiránico y el tirano era un demente». Basta un párrafo radical para que sepamos ver las ciudades que nos rodean: «Las ciudades me resultan cementerios monstruosos, los edificios como lápidas tristes y meditabundas. Me suelo sentir solo y perdido en esas necrópolis de alumbrado artificial, asqueado por las humaredas del tráfico, repelido por los olores de la comida, atónito por los rostros que pasan y por la banalidad del frenesí. Cuando los utopistas urbanitas elogian sus ciudades me dan ganas de reír. Entran y salen veloces de los museos, de las cenas, de las diversiones trepidantes, de los zoos, y hablan de todo ello con la boca llena, y también de la energía que se palpa en las calles, y de que es posible comprar una pizza a las tres de la mañana. Me encanta oírles competir: mi gran ciudad es mejor que tu gran ciudad. Nunca dicen nada del espanto de las multitudes, del aire contaminado, del ruido incesante, de las huellas de la debilidad, de la pesadumbre y la penuria, ni tampoco dicen que una gran ciudad jamás está del todo a oscuras, ni del todo en silencio. Y anidan como pequeñas aves implumes en el confinamiento de sus viviendas raquíticas, a gran altura sobre el suelo, siempre asomados a las aceras, capaces de moverse tan sólo en el maloliente asiento de atrás de un taxi lentísimo que conduce un taxista estrafalario y cabreado». (541).