Tras Demonios y leyes (Ediciones Libertarias, 2010), Pilar Martín Gila (1962) se adentra en el territorio del poema unitario, bien que sin presentarlo como tal, en este Ordet que toma su título de la película homónima de Dreyer. La poeta define como «clara, pero no rigurosa» la relación de su libro con el filme del danés, y, en efecto, no se puede decir que el desarrollo del poemario se supedite en extremo al del guión, ni que el conflicto religioso que preocupa a Dreyer interese demasiado a la autora. De hecho, la lucha sectaria que protagonizan en la cinta Morten Borgen y Peter el Sastre (lucha de poder, en el fondo) es perfilada de nuevo, universalizándola para que quepa en ella cualquier forma de enfrentamiento entre la autoridad y la vida.

Y la primera forma de autoridad a la que Martín Gila se opone es la de la manera poética, entendida aquí como molde prescrito por la tradición y concebido antes del acto de escritura. En vez de eso, la poeta segoviana nos propone un largo poema estructurado en cuatro secciones que difieren entre sí formalmente, pero a las que su voz, pendiente siempre del objeto, el color y el detalle, confiere una unicidad que no desdeña lo que podría denominarse, si habláramos de música, variación motívica. Como dice con pleno acierto el poeta leonés Ildefonso Rodríguez en su prólogo, en referencia a «El Canto de Inger», el hermoso poema que cierra el libro, la de Martín Gila es una voz «traspasada por la belleza de las cosas comunes».

Sin embargo, aunque el principal hallazgo para quien no conozca a esta autora sea su personal y bien fundada voz, Ordet posee otros atractivos; en particular, la sospecha que enseguida se alberga de que el poema (el libro) responde a una no siempre visible -ni audible- partitura musical, de entrada y salida de asuntos, cosas e intereses; lo que Rodríguez llama un «sistema casi seriado, circular, de motivos y variaciones». No en vano varios fragmentos del texto fueron adaptados para la obra musical Entre el murmullo y el vuelo, de Sergio Blardony, y la propia poeta ha abonado con diversos trabajos teóricos el fértil campo de las relaciones entre música y poesía.

Con este bagaje y el provecho visual que le saca a algunos de los elementos constitutivos de su lenguaje (los detalles, aquí, pueden ser vistos como primeros planos; los paseos y pensamientos de los personajes, como panorámicas o travelines), Martín Gila construye un poemario que poco a poco va liberándose del marco que le proporciona la película, aunque, a la vez, se sirva de él para organizar su relato. Así, por ejemplo, la segunda sección tiene una forma dialógica y la cuarta, también con diálogos y acotaciones, de guión cinematográfico.

No obstante, nada de ese marco estructural es esencial para captar la belleza de la obra, que crece en emoción a medida que sus recurrencias temáticas y musicales se consolidan, caminando hacia un desenlace que, como en la cinta de Dreyer, es un milagro al que preceden una advertencia y una orden, las que da Johannes, el hijo de Morten que «se fue tras la letra de los santos», de pie ante el féretro de Inger: «Hemos dicho "sea" / y un dedo ha movido / la punta de la muerte. / Cómo una palabra / puede estar ligada / a lo que significa: Levántate y anda».

La tensión acumulada en las cuatro secciones del libro desemboca en la coda de la última parte, un poema que entona Inger Borgen, después de resucitar, para cantar la prevalencia de la vida sobre los conflictos de fe o de poder que la amenazan. «No era tan dulce el cielo / como la mano del hombre / que ya no me esperaba», dice. «No, no es tan dulce / (...) como la media tarde que pasa / cantando sus gestas, / la limpia vena del agua / o el llanto tendido / en el borde del brocal». El ritmo de la escritura, moroso y sereno como el del filme, se acelera en esta canción final, que, con Claudio Rodríguez sonando al fondo, devuelve a Mikkel y a Inger Borgen a su mundo sencillo («el hinojo amarillo / al pie de la piedra»), y a nosotros nos impacta como sólo puede hacerlo una voz depurada, cercana y enemiga de los excursos.