En el tiempo que precedió a su trágica desaparición, Albert Camus necesitaba un tipo de luz al que no se podía exponer. Su compasión por el sufrimiento ajeno hacía de él un príncipe convaleciente alejado del egoísmo y la mezquindad de otros intelectuales que se creían superiores. Él, en realidad, no se creía nada. Como escribió el periodista Jean Daniel, no cesó de repetir que no quería ser un pensador, y mucho menos un filósofo. Su confianza en la razón era limitada, pero su obra aparece ante nuestros ojos como un gran tríptico literario que sólo podía completarse con la luminosidad que su condición de argelino le confería y que se hallaba en un manuscrito a bordo de aquel Facel Vega que quedó más arrugado que los propios papeles de El primer hombre, su texto póstumo. Postreras quedan las palabras que harían estremecerse a Daniel cada vez que las leía: "Él, como una cuchilla solitaria y perennemente vibrante destinada a ser quebrada de un golpe y para siempre, pura pasión de vivir enfrentada a una muerte total, sentía hoy que la vida, la juventud, los seres, se le escapaban sin poder salvarlos...".

A Camus, la batalla moral que había librado contra el colonialismo le pasaba factura en su propia tierra por la resistencia a admitir los métodos violentos del FLN para lograr sus fines. "El derramamiento de sangre", decía, "a veces puede conducir al progreso, pero más a menudo sólo trae mayor barbarie y miseria". No habría ganadores en aquella guerra. Vio que la era colonialista había terminado, pero consideró desde el primer momento que había que extraer de ella las conclusiones apropiadas. A fin de cuentas, los humillados eran los pobres: la gran mayoría de los pieds noirs y los árabes. El Frente de Liberación Nacional estaba dispuesto a alcanzar la independencia por todos los medios necesarios. Entre ellos se encontraba atacar a los civiles. Camus, en cambio, mantenía un hermoso optimismo obstinado y pensó hasta el final que la justicia en Argelia se podía alcanzar de otra manera. Y si no era así, los seres humanos tendrían que estar por encima de ella. En el caso argelino, el autor de El extranjero y El hombre rebelde se enfrentaba a dos terribles cuestiones: la miseria y el terror. A veces no se cita del todo bien el intercambio de opiniones sobre la legitimidad de la violencia que mantuvo con aquel estudiante argelino en Estocolmo en las fechas en que le fue concedido el Nobel. "La gente ahora pone bombas en los tranvías de Argel. Mi madre puede estar en uno de esos tranvías. Si eso es justicia, entonces yo prefiero a mi madre".

Digamos que hacía tiempo, como escribió François Furet, que en Francia el misterio de la vida dejaba de estar enterrado en Billancourt (entonces barrio obrero de la periferia de París donde se encuentra la fábrica de Renault) y había que pasar a buscarlo en los Tristes Trópicos. Jean Daniel, uno de los que mejor supo hurgar en la rebeldía y la estética que adornaban a Camus, y al igual que él de origen pied noir, rompió con el hombre que lo había adoptado siendo el sol y el orgullo de su juventud, debido a sus diferencias sobre el destino de Argelia. Daniel había llegado a aceptar la necesidad de negociar con el FLN. Camus no podía. Cuando le comentó que la independencia era inevitable, éste le respondió que lo ineluctable está reservado para los espectadores que se resignan a su propia impotencia para prevenir lo que en el fondo ya esperan.

Más tarde, Jean Daniel contaría cómo, tras el premio Nobel, le aseguró que, pese al alejamiento, su admiración por él seguía intacta. Camus le dijo que lo importante era que ambos estuviesen destrozados y que de dos pensamientos discordantes podía surgir una verdad. Con ello, renunciaba a ser el único en tener razón. Algo que contribuyó a hacerlo todavía más grande, conscientemente alejado de las desmesuras epistemológicas de algunos de sus contemporáneos más radicales en un mundo que se caracterizaba por la radicalidad.