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El mundo, morada de fieras

Juana Salabert retrata en negro este tiempo en La regla del oro

La última novela de Juana Salabert se ajusta a las características del canon admitido para la novela policiaca: empieza con varios cadáveres y, en busca del asesino o asesinos, el Inspector Jorge Alarde juega con múltiples sospechosos, trazando retratos físicos y psicológicos, visitando diferentes ambientes sociales y moviéndose por Madrid de barrio en barrio. Quienes leemos, nos desplazamos con él por ese mapa de la servidumbre humana y también fluctuamos entre simpatía y recelo, y viceversa, hacia los personajes que van desfilando por la novela.

Hasta casi el final, como debe ser, no se consigue la confesión de asesinato y la explicación de los motivos que puedan llevar a alguien a tal falta total de empatía con sus congéneres. Casi todas las personas, incluido el Inspector Alarde, encuentran una justificación a su situación actual en una infancia difícil, por razones varias, y la imposibilidad de encauzar sus vidas adultas convenientemente. Solamente los cadáveres no pueden argumentar su defensa, por lo que, debido al testimonio de quienes les mataron o les querían muertos, conocemos únicamente sus defectos, que pueden llegar a ser tan desproporcionados que nos hagan simpatizar con esa persona aún desconocida que los eliminó.

La novela de Salabert constituye una narración realista de la España contemporánea, según la conocemos a través de los medios de comunicación. De ahí el título de esta reseña, una paráfrasis de las palabras de Pleberio, padre de Melibea, al final de La Celestina, citada por la propia autora en la novela: "¡Oh mundo, mundo! [...] Yo pensaba en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos regidos por algún orden; ahora, visto el pro y la contra de tus bienandanzas, me pareces un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras..."

A través de la experiencia de cada personaje y a través de sus opiniones, Salabert compone un retrato demoledor del mundo de la política y la economía contemporáneas, retrato que va dosificando a lo largo de la intriga, lo que hace su efecto más duradero y, por tanto, más eficaz. La nómina de males comprende desde el fanatismo, la hipocresía, el chantaje, la especulación y la corrupción hasta la soledad de los viejos, el miedo de los niños mal atendidos y la desolación de quienes se ven obligados a emigrar, jóvenes licenciados incluidos. No es, pues, de extrañar, que la novelista adorne su texto con epítetos tales como "mentiras de eurócratas", "neohabla orwelliana" o "jerigonza del engaño".

El propio título, bien buscado, abona la perspectiva tremendista de la novela negra: La regla del oro, una variación inteligente sobre lo que debiera ser el fiel de la balanza que rigiera cualquier sociedad democrática en el siglo XXI. Pero esa ele de más pervierte la intención y concede toda la preponderancia al oro, al dinero y los beneficios derivados de él. Los tres muertos son "comprooro" y regentaban antiguas joyerías y talleres de orfebre devenidos en lugares a donde han de acudir las clases medias empobrecidas cuando llega el momento "impepinable y terco... de las cartas de despido, de las bajadas de sueldo, de las notificaciones bancarias y los autos judiciales sin posibilidad de respuesta". Por eso nos desentendemos de los asesinados, en la íntima convicción de que se merecían lo que les sucedió, pero puede que la novela nos convenza aún de lo contrario.

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