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La sal de la tierra

Héctor Abad Faciolince interpreta la realidad colombiana en La oculta

La sal de la tierra

"Mientras puedas, no vendas nunca Altamira", le advertíala madre en su lecho de muerte a Santos Luzardo, protagonista de la Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos. Altamira era la finca agreste familiar; identidad, suelo firme, solidez frente a los caprichos del destino o de los hombres, alimento y descanso. La última voluntad de la madre en la novela inmortal del venezolano venía a representar la fuerza primaria de la historia hispánica: la posesión de la tierra; la identificación con ella, y enseguida la tenaz lucha civilizadora contra su llamada salvaje. Algo más profundo que las ínfulas hidalgas del ibérico; la sal de la tierra.La sal de la vida y de la muerte; porque se viene el recuerdo del castigo que obsesionaba a los narradores rusos del diecinueve: la sal sobre las tierras de labor. La patria como herencia y condena.

Ese lugar en el mundo pasa por el campo, protagonista del telurismo de la novela hispanoamericana, desde José Eustasio Rivera a García Márquez, que ahora recoge con maestría otro colombiano, Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958). El autor de El olvido que seremos(2006) o Traiciones de la memoria (2009) se aparta del registro autoficcional y borgesiano que lo consagró (y en el que quizá sigo prefiriéndolo), para volver a la novela ficcional y narrativa, ahora en el molde polifónico de Faulkner. Voces de la familia que no pertenecen a sus miembros, sino a la memoria de la tribu.

En la muerte de la madre,los tres hijos afrontan la promesa de no desprenderse de La Oculta, un lote rural que conoció días de latifundio cafetero en el departamento de Antioquia, al noroeste cordillerano del país. Son Pilar, que sigue habitando la finca y es la única resuelta a conservarla; Eva, veleidosa urbanita que sufrió en sus carnes la extorsión de los paramilitares para apoderarse de las tierras, que ahora ve comoun mal recuerdo; y Antonio, homosexual radicado en Nueva York, para quien Colombia acabó por ser un buen país del que irse, entretenido sin embargo en investigar la genealogía de la región y sus pioneros, colonos judíos en busca de una promesa que bautizaron con la toponimia bíblica, Palestina, Jericó, Jordán; una labor hacia atrás que justifica a este último varón de la familia Ángel,que sabe que no dará continuidad al apellido. No es, pues, una lucha cainita por la herencia lo que aquí se cuenta, sino la duda de aferrarse a una promesa que tanto trabajo y dolor ha deparado, pero es al menos propia.

La posesión de La Oculta ha sido objeto de todos los periodos históricosde Colombia: la Colonia, la Independencia, las luchas civiles de La Violencia, a mediados del siglo XX, las guerrillas, los paramilitares, el narco.Todos, reducidos a decoradosdel verdadero drama, el enseñoramiento de la tierra. Al punto de que el padre hizo jurar a Pilar que nunca vendería la finca, ni para pagar el rescate por su nieto Lucas, que la guerrilla tiene secuestrado: "Me dijo que yo, que era la primogénita, tenía que sacrificar a mi primogénito si era necesario, con tal de defender la tierra"(p. 228).

Como toda memoria, La Oculta cobija también sus fantasmas, los ahogados en la laguna divisoria de la hacienda. La maldición leviatánica del agua funda así la dicotomía entre lo sólido y lo fluido, Anteo y Proteo, arcadia y utopía, destino e historia, suelo y cielo: entre la promesa y la maldición que cifran a la par la historia de una familia y un país. Nada que no se haya contado muchas veces de forma parecida, se dirá; pero pocas con la clarividencia del mejor médium que sigue teniendo la realidad colombiana.

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