La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

mirar afuera

La Madame Bovary que queremos leer

Una reflexión de Julian Barnes sobre el traductor ideal

La Madame Bovary que queremos leer

Con motivo de una nueva traducción al inglés de Madame Bovary, titulada Madame Bovary: Provincial Ways [Madame Bovary: usos provincianos], realizada por Lydia Davis y publicada por Penguin en 2010, el London Review of Books recogió una interesante reflexión del prestigioso escritor británico Julian Barnes (autor de la novela El loro de Flaubert) sobre algunas cuestiones importantes relativas a la traducción literaria, que presentamos aquí por su vigencia e interés.

Se pregunta Barnes qué tipo de persona debería ser el traductor de una gran novela de hace más de 150 años, como la de Gustav Flaubert. Para empezar, opina el escritor inglés, seguramente querríamos que fuera alguien capaz de crear un texto que no se leyera "como una traducción", sino que pareciese haber sido compuesto originalmente en nuestra lengua. También nos gustaría que nos produjese las mismas reacciones que la novela suscitaría en los lectores franceses (aunque igualmente desearíamos sentir cierta distancia y el placer de explorar un mundo diferente). Pero ¿qué clase de lector francés? ¿Uno de finales de la década de 1850, o de este segundo decenio del siglo XXI? Y ¿querríamos que ese efecto fuera el original de la novela u otro matizado por la historia posterior de la narrativa francesa, incorporando las consecuencias que tuvo la propia existencia de esta obra? Y lo ideal también sería, opina Barnes, que pudiéramos comprender todas las referencias culturales sin necesidad de consultar notas a pie de página. Finalmente, en el caso de lenguas como el inglés y el español, con variedades geográficas tan diversas, ¿qué variedad querríamos? Las decisiones que se tomen respecto a estas cuestiones son irrevocables, apunta el autor británico acertadamente.

Fantasea entonces Barnes con el traductor ideal para este caso: alguien que, evidentemente, admirase al autor francés y su novela, y comprendiese bien a la protagonista; quizá una mujer, que nos conduzca a través de las convenciones sexuales del momento; alguien con un excelente dominio del francés y aún mejor del inglés (para los lectores británicos; en nuestro caso, del español). Se pregunta entonces si sería mejor que fuese una traductora de otra época, por ejemplo contemporánea de Flaubert, o de la nuestra. Y en el primer caso, añade Barnes en su descripción ideal, podríamos imaginarnos a nuestra traductora consultando personalmente con el novelista francés, quien la ayudaría todo el tiempo que fuera necesario. Y, estirando nuestra imaginación al máximo, podríamos fantasear con que acabasen haciéndose amantes.

Pues bien, esta descripción imaginaria de Barnes se materializó en 1856-57 precisamente con la primera traducción a la lengua inglesa de Madame Bovary, de la mano de Juliet Herbert, institutriz de una sobrina de Flaubert. Lo más probable, opina Barnes, es que fuera además la amante del escritor francés, a quien impartió clases de inglés. Pero en pocos años, tanto este primer texto en inglés como su autora habían caído en el olvido, si bien Herbert fue recuperada para la historia literaria por Hermia Oliver en su obra Flaubert and an English Governess (1980) [Flaubert y una institutriz inglesa], que merece elogiosos comentarios de Barnes.

Así que los lectores británicos tuvieron que esperar otras tres décadas -hasta 1886, seis años después de la muerte del novelista- a que apareciese la primera traducción de Madame Bovary publicada en inglés. Al igual que la anterior, fue realizada por una mujer, Eleanor Marx Aveling (hija de Karl Marx). También la última traducción inglesa, que da pie a este artículo de Barnes, es de una mujer, la escritora americana -y traductora de Proust- Lydia Davis. Entre las dos traducciones, ha habido más de 15 versiones, la mayoría de las cuales por manos masculinas. Se podría afirmar sin temor a equivocarse, apunta Barnes, que Davis es la mejor autora (o autor) de ficción que ha traducido la novela, lo cual invita a reflexionar sobre otra cuestión: ¿preferiríamos que nuestra gran novela la tradujese un buen escritor (o escritora) o alguien con menos dotes literarias?

No se trata de algo tan trivial como podría parecer, apunta Barnes. Ese traductor perfecto debería ser un autor capaz de dejarse absorber por el texto y la identidad del mejor escritor. A los escritores-traductores, con su propio estilo y forma de ver el mundo, podría causarles cierto malestar la necesaria abnegación que ello conlleva; por otro lado, esconderse tras otro autor es un acto de imaginación, que quizá le resulte más fácil al escritor con más talento. Así que, si Lydia Davis ha sido considerada por parte de la crítica anglosajona la mejor prosista de los EEUU, según nos informa Barnes, nos podemos preguntar si eso la vuelve mejor o peor dotada para verter al mejor prosista del siglo diecinueve francés al inglés americano del siglo veintiuno.

Barnes describe este clásico de la literatura francesa como una maquinaria perfecta de ficción, la cumbre del realismo, la destructora del romanticismo, un complejo estudio del fracaso, ? todo eso y también una novela de cosas cotidianas y de sexo. Al menos, opina este autor, ninguno de los quince traductores al inglés se ha visto en la obligación de cambiar el título de Madame Bovary, aunque sí ha producido más problemas el subtítulo.

La traducción literaria, como explica Barnes, exige el uso pleno pero controlado de la imaginación lingüística. La oración más sencilla puede entrañar múltiples riesgos, y a menudo las opciones disponibles parecen estar entre distintos grados de pérdida. No sorprende, por tanto, que Davis invirtiera tres años en traducir Madame Bovary: algunas traducciones acaban requiriendo más tiempo del que necesitó el autor original para su texto. Precisamente, pone Barnes el ejemplo de John Rutherford y su traducción "magistral" -como la describe- de La Regenta al inglés, en la cual invirtió este traductor y profesor de Oxford cinco veces más de horas que Clarín en la novela española. Para ejemplificar la complejidad de esta tarea, se remite Barnes a una sencilla oración del principio de la obra de Flaubert, la cual, a pesar de no presentar mayores dificultades ha sido traducida de modos muy diversos por los traductores ingleses a lo largo de los 125 años, de modo que solo tres palabras (de las catorce del original) se repiten en las seis traducciones que el escritor selecciona en su artículo para ilustrarlo. Barnes reflexiona sobre las distintas decisiones de esos traductores y concluye, acertadamente, que las seis versiones analizadas tienen sus virtudes, sin que ninguna de ellas resulte claramente superior.

La primera traducción al español de la novela de Flaubert, versión libre de Amancio Peratoner en 1875, recibió el curioso título de ¡Adúltera! (Madame Bovary). Desde entonces, han sido también numerosas las traducciones al español de la gran novela francesa. En la lista de traductores figuran también mujeres, como Carmen Martín Gaite. Precisamente hace tan solo tres años salió una nueva versión, también de una mujer, Mª Teresa Gallego Urrutia, que presenta un título diferente al ya establecido, La señora Bovary (Alba Editorial, 2012), fue muy elogiada por Vargas Llosa y quizá desbanque a la de Juan Bravo Castillo, de 1993, en la estima de los entendidos.

Vendrán sin duda más traducciones de este gran texto francés, así como de otros clásicos de la literatura universal en constante proceso de re-traducción, y cada nueva versión nos ayudará a entenderlos un poco mejor, pues los traductores son quienes los leen con más mimo, quienes se acaban enamorando de esas obras literarias que escudriñan hasta sus entrañas.

Compartir el artículo

stats