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La novela de un novelista

El retorno editorial de Rosa rosae de Víctor Botas

Recuperada hoy prácticamente inédita treinta años después de escrita, la intrahistoria de Rosa rosae le fue añadiendo a la novela de Víctor Botas (Oviedo, 1945-1994) un aura mítica, incubada en el tiempo que permaneció a la vez editada y sin publicar: varada en los hangares de una editorial desaparecida cuando el libro estaba por distribuirse, tras algún avatar, siete años después de terminada, en 1985. Una novela que nos lleva a la Roma antigua para devolvernos a la España del momento.

Confirmación y sorpresa. Al fin, la obra guardaba lo mejor de las confirmaciones y de las sorpresas. La sorpresa es para quien, como yo, solo hubiera leído al Botas poeta. El cambio del género habitual de un autor suele saltar y a veces ofender a la vista, en poemas de narrador o novelas de poeta; pero no es el caso. Por eso traigo aquí el título de Palacio Valdés, su autobiografía La novela de un novelista (1921). Cierto es que Botas tiene su obra narrativa (las novelas Mis turbaciones, de 1983; Yanira, de 1996; y los cuentos de El humo del Vesubio, de 1997), pero quien no la conozca se sorprenderá ahora de la disciplina y humildad con que se adapta a otras exigencias genéricas.

La confirmación es el Botas poeta, que sigue siendo lo mejor del libro. La novela termina de gustarse como poesía, y no será difícil encontrar algún hexámetro en prosa: elegía, epigrama, oda; todo verso salvo el épico cabe en estas saturnales de una sociedad corrompida en su raíz. El sensualismo pagano y el epicureísmo cínico de la Antigüedad se demoran en los triclinios de Baco, los mercados de Ceres o la campaña bucólica. Pero lo primero será avisar de que no estamos ante una novela histórica. Como La muerte de Virgilio o Memorias de Adriano, indaga en los resortes del poder, pero Botas evita la reverencia al pasado y el añejamiento idealizador. Los personajes, mundanos y apicarados, hablan y malhablan con modismos de los años ochenta, mientras la narración se plaga de anacronismos. Es un retrato de época que el autor intenta que sea el patético y cómico espejo de la suya, pero por el camino opuesto de la novela histórica: que nuestro ruedo ibérico salga disfrazado para una de romanos. Por ese sencillo recurso empieza no la sátira, sino el sainete.

La novela transcribe las memorias de un tal Cayo Damnatus a sus noventa años, un texto filtrado por copistas y eruditos que le llega a un Botas que se finge autor-editor, en el tópico del manuscrito encontrado. La memoria se trufa así no solo de mediaciones y contrapuntos -los ácidos comentarios metatextuales de sus escribas-, sino de olvidos y mentiras. La principal radica en el salto temporal que promedia el relato, para marcar el paso de una idealización hipócrita de la memoria vital al amargo desencanto de la vejez. Pero el resultado narrativo no deja percibir cambios reales en la voz o la mirada: la única gran falla de una novela de complicada ejecución.

"No le toques ya más, que así es la rosa". La inmersión de Botas en la Roma clásica poco tiene que ver con el culturalismo escapista al que entonces acostumbraba la poesía de los Novísimos, y sí con una alegoría moral y estrechamente política de los tiempos que corrían; que, hay que recordar, no son otros que los de 1983 a 85 en que escribe. Una época de cambio, con la llegada del socialismo felipista a España tras la apabullante mayoría absoluta del PSOE en 1982. Pavor confeso del autor, invito a leer en esta clave la novela, nunca exenta de fina autoironía.

El relato nos emplaza en los últimos días de la República y los albores del Imperio. Hijo de un alto funcionario de Octavio Augusto, nostálgico él, sin embargo, de los viejos tiempos, Damnatus ingresa sin vocación a la burocracia imperial, mientras gasta sus horas como poetastro en tertulias y burdeles. Huido a Rodas por un escándalo venéreo, convertido en inescrupuloso comerciante y luego senador, de su mano conocemos las latitudes ecuménicas, Tebas, Alejandría, Tiro, Nápoles, Capri, Babilonia; desde los días romanos en que frecuentaba la tertulia de Mecenas junto a Horacio, Ovidio, Virgilio o Propercio. Nombres en quienes se puede y la epiloguista Carmen Morán ha querido ver un friso de la tertulia ovetense del café Óliver, aunque esas claves dudosas se pierdan ya en el orden de los chistes privados. Sobrevive, en cambio, el autorretrato del hombre de negocios que nunca dejó de contemplar el mundo poéticamente (p. 296); escritor ágrafo o secreto, saturado de autocrítica (p. 308). Una semblanza compleja, más mosaico que busto.

La transición entre los tiempos republicanos, senatoriales y patricios y el nuevo cesarismo octaviano no necesita mayor traducción al contexto real de la novela. El desprecio mezclado con el temor que Damnatus siente hacia aquella patulea de arribistas hijos de libertos que proscribirían la esclavitud para hacer, a todos, esclavos del Estado expresa ciertos miedos contemporáneos que propagaban que el socialismo llegaba a España para que vistiéramos mono azul y alpargatas, mientras los medios de producción eran expropiados para la maquinaria estatal. La rosa que turbaba a Botas no era solo la del tópico elegíaco; el terror púrpura del manto de César Augusto era poco al lado del terror rojo de Felipe González. No necesitó tanto, sin embargo, aquel gobierno para tranquilizar esos temores; para convertirse, incluso, en el conjuro de sus fantasmas. Qué extrañas pueden sonar, andando el tiempo, aquellas precauciones del cambio. Y cuánto recuerdan a nuestro "hic et nunc" político, a poco que se ensaye la traducción.

Pero esta lectura política es solo una de las cosas que hacen que, leída treinta y pico años después, a la novela no le hayan salido arrugas, sino lustre renovado, como la rosa, la inmarcesible rosa, coincidiendo no solo con un momento político parecido, sino con una prosa de autoficción endémica y juegos textuales "à la Borges", con Perucho y Cunqueiro modelos redivivos y la novela en su misma mala salud de hierro. Ni las aguas del río de Heráclito ni las del Tíber podrán ser nunca las mismas; pero la rosa así es, inmortal.

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