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Un salto en el tiempo

Tomás Salvador González compone en El territorio del mastín un relato poético más allá de coordenadas históricas o generacionales

Un salto en el tiempo

Tomás Salvador González (Zamora, 1952) es un poeta reconocido, de larga y firme trayectoria (recordemos, al menos, su último título: Siempre es de noche en los bolsillos, 2014), autor asimismo de esta novela, la única que ha publicado hasta el momento y con la que ganó, en 1994, el premio Narrativa Breve de la editorial Juventud. Ahora, pasados más de veinte años, El territorio del mastín cobra nueva vida en Malasangre, la pequeña editorial recientemente creada por un grupo de escritores asturianos.

"Ésta es una historia de tres", se indica desde las primeras páginas. De lo que les sucedió a tres amigos que se reunieron en un pueblo salmantino (Sanmorales), a orillas del Tormes, para pasar juntos unos días y charlar de sus cosas. Y aunque tenemos la impresión de que estos jóvenes (universitarios, poetas) responden a claves biográficas, que detrás de Bruno, Esteban y Mundo se esconden seres reales y concretos, ésta -decimos nosotros- también podría ser la pequeña historia de una época, de la generación que se formó en el franquismo, contra la dictadura, y abandonó la juventud con la transición. No obstante, los hechos narrados -la reunión en la casa rural de Sanmorales, la noche de juerga en Salamanca, los golpes recibidos, afanes y amenazas- eluden el subrayado de circunstancias políticas, pues éstas son sólo una parte -por negra que fuera- del marco o trasfondo que da sentido a la historia. "Me voy a Cartago" -dice, por ejemplo, Esteban, que abrevia así, sin explicaciones, su actividad clandestina.

Y es que El territorio del mastín no busca trazar un panorama o recoger con detalle las coordenadas de una realidad histórica o generacional, ni siquiera dibujar de modo completo a unos personajes de los que apenas conocemos antecedentes; la novela no salda ese tipo deudas, no aspira a testimonio (aunque, en definitiva, también lo sea). Pues como indica Ildefonso Rodríguez en un magnífico artículo recogido al final del volumen, estamos ante un relato poético ("pero no en el sentido que suele alarmar o embelesar a ciertos lectores"), donde Tomás Salvador González se abre "a la condición poética del mismo acto de narrar". En efecto, la novela consigue verdadera altura (narrativa, poética) a partir de su delicada organización formal, de un ritmo -lento, quebrado; sin trampas- basado en la fragmentación y yuxtaposición de elementos (recuerdos, sueños, pequeñas historias o afluentes?), en el desdoblamiento del narrador como personaje (Bruno), silencios, desorden temporal, rimas internas?; mecanismos todos ellos que configuran una escritura tan precisa como abierta, de genuina entidad literaria.

Pero ésta es una historia de más de tres, pues Bruno -al que encontramos en Valladolid- rememora lo ocurrido en Sanmorales años atrás para contárselo (pensamiento, flujo interior) a otro amigo de León. El relato se plantea, pues, como un informe: el pago de una promesa hecha a ese miembro del grupo que no pudo acompañarlos en aquellas jornadas. No obstante, a la cita crucial en ese pueblo salmantino habían acudido otros amigos y amigas, hasta nueve llegaron a juntarse en algún momento. ¿Qué los llevó allí, a ese lugar apartado, al lado del río? La peste, el deseo de reunirse para disfrutar de ese mismo contacto: el ámbito amistoso en soledad, los contornos de una conversación intemporal; también la cercanía al origen, gentes, campos de Castilla, todo aquello que los ha hecho como son: la casa, las eras, ese cauce, ese río tan apacible como implacable. Región de los mastines, lo que no se olvida.

¿Y que ocurrió? Tal vez nada. La fraternidad y los abrazos, una agitada excursión con el coche, huellas de Francisco Pino, dos ahogados en el Tormes? El relato se afila y acelera en su último tramo -noche en Salamanca: alcohol y otras sustancias- donde todo conduce al accidente de Mundo, que se cae y se golpea contra un bordillo en uno de los lugares más representativos de la ciudad: ante la estatua de Fray Luis. En esa estúpida caída -que no es precisamente la de Cartago- se condensa la historia y encajan no pocas piezas. Con todo, la sangre de Mundo -quizá únicamente sangre aparatosa de una ceja partida- no resuelve nada, solo señala límites, distintos territorios: el médico de guardia y nosotros; los ahogados en el Tormes y también en el Jarama; mansedumbre y furor; versos de Esteban y de amigos salmantinos; intertextualidad o cita; cien historias de ciegos, de portugueses, enfermedades, pozos, deseos, un decamerón en cuatro días. Marca de sangre: el tiempo que se aleja y llega, los ojos de la lechuza.

El encuentro de Sanmorales desemboca en esa caída -noche de parranda: universidad plateresca- que adquiere la categoría de rito ("ritual de paso"); un mal paso (mala sangre) que abre el futuro y anuncia la muerte. Salto y caída se constituyen así en figuras cargadas, recorren la novela: resbala un borracho desconocido, se tira Esteban de la bici y Mundo en paracaídas, los del sueño se lanzan en grupo desde el tejado, el coche vuela en un cambio de rasante, Bruno siente algo en el riñón con solo bajar de una acera?

Pero no, no hay caída del caballo, arrepentimiento, ni siquiera autocomplacencia melancólica; se trata de dar el paso necesario, el que viene pedido por el principio, por la propia trayectoria (Fray Luis en Cartago), el que lleva a avanzar en consecuencia: la lengua de la vida, la escritura del destino. Tomás Salvador manifiesta en esta novela la asunción consciente de ese lenguaje: el que sabe hermanar el habla aprendida en la región de la infancia con -son solo ejemplos- la voz de Jorge Manrique o Faulkner.

"Tírese, tírese", anima la enfermera al convaleciente para que se levante de la cama? "Saltá" -dice Esteban, que gusta de imitar variedades porteñas y empuja a Bruno a? "Imaginó -piensa el propio Bruno en los peores momentos- el tránsito de la muerte como una prolongación sin salto de la vida".

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