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Libros

La noche y el azar

La novela policiaca y metafísica de Philippe Soupault

Proxenetas, apostadores, prostitutas, asesinos, incendiarios y un mirón. Con esos mimbres Philippe Soupault, en 1928, año de la Nadja de Bretón y La ópera de los tres centavos de Brecht, último año entusiástico antes del desastre colectivo del 29, concibió Las últimas noches de París, una novela policiaca y metafísica a partes iguales, donde el enigma es el azar y el azar es la mano del tiempo. Obra ambigua, más cercana al ensueño que al costumbrismo, en deuda con el espíritu surrealista que Soupault inspiró con Los campos magnéticos, y que sin embargo traza un exacto mapa de un París carnal y mensurable, el autor atrapó en sus páginas el noctambulismo, el encanto de la delincuencia, la batalla contra el sentido común. Y lo hizo con una escritura nerviosa y a la vez precisa, que sin renunciar a los hallazgos de la ambigüedad poética ("La poesía es un cortocircuito entre los sentidos y la realidad", escribirá Bruno Schulz), urdió el retrato de unos bajos fondos donde incluso la muerte parece una tirada de dados.

La noche es la gran protagonista de la acción. La noche como privilegio de la belleza, el acaso y la verdad del mundo. La noche como testigo de todo lo que la vida encierra de formidable, al punto de que Soupault invierte la habitual identificación de la luz con lo positivo y la oscuridad con lo negativo. Cada vez que en París amanece, los protagonistas de la novela sienten que su corazón se encoge. El día con sus rutinas, sus reglamentaciones, sus secretos a la vista, es un reino de inmundicia. La ciudad se transparenta bajo la luz en su condición de ciénaga, pocilga, vertedero. Sólo en la noche el hombre es libre para perseguir sus sueños, aquello que codicia y admira, sea la silueta de una mujer o la sombra de un crimen. Como ese narrador sin nombre, hasta cierto punto heredero del flâneur de Baudelaire, pero que no halla su lugar entre la multitud que el poeta le reservó como patria, sino entre la pequeña comunidad de ladrones, mendigos y haraganes que subrayan cada peripecia de la novela, y de cuya mano recorreremos una historia en la que los motivos importan menos que los impulsos.

Bajo el hechizo de una incierta melancolía y de un delicado sentido del apocalipsis, cifrado en el enigmático personaje de Octave, ese joven dibujante, amigo de las obsesiones y al tiempo indiferente a casi todo, que no se sabe bien si muere o sencillamente desaparece tras haber fantaseado con la idea de un París que sucumbe a las llamas, Soupault, que amparó su novela bajo un motivo tan deslumbrante como ambiguo, digno de Rimbaud ("Escoger es envejecer", se lee en la primera línea de la novela), alcanzó en sus páginas un raro equilibrio entre transparencia y hermetismo. Así, desconfiando de la claridad, como en toda obra que se precie, nos entregó entre líneas, bajo el esqueleto de París, el testimonio de una alegoría inagotable.

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