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Lo que hay que ver

Hannibal Lecter helado

Glacé muestra que hay vida en la televisión francesa y no todo son series británicas

Cuando la musiquita de fondo lo anuncia y la imagen nos muestra la aterrada perplejidad de un par de tipos en un teleférico que avanza hacia el cadáver decapitado de un caballo expuesto a los vientos gélidos de las alturas pirenaicas francesas, cualquier espectador un poco al tanto murmuraría: "Caramba, solo falta Hannibal Lecter". Y, claro, un sucedáneo del enloquecido psiquiatra mítico, llevado al cine en los comienzos de los 90 del XX por Jonathan Demme, no tarda en hacerse con los mandos de la trama. Cómo no recordar al inicio de esta serie televisiva francesa de asesinatos y suspense la aterrada perplejidad de los policías que acuden armadísimos en aquella peli USA a la habitación donde el médico psicópata debería estar recluido y se encuentran con aquel colgajo que pende a los mefíticos aires cerrados de un cuarto sobrecogedor. En la serie Glacé ("Helado"), el manipulador Lecter se apellida Hirtmann y es exmagistrado. Está encerrado donde Cristo dio las tres voces, en un paisaje tan helado como su propio interior. Bien es sabido que la base argumentativa de cualquier manipulador asesino radica en culpar al prójimo de sus crímenes. Nunca se tiene por culpable, jamás por responsable. El infierno desatado lo desataron los otros: así en Lecter como, ahora, en Hirtmann. Lecter atraía a Clarice: Hirtmann, al capitán de la policía Servaz (hombre atormentado, de poca salud), a una psiquiatra meritoria, a sus guardianes, a cualquiera que se ponga al alcance de su voz meliflua y atrapamoscas. Sin embargo, todo en Glacé parece pedirnos a voces que suspendamos nuestra incredulidad como espectadores. En un pueblo pequeñísimo, se asesina a maza sin que tanto policía dé con la tecla de la resolución. En un pequeño puñado de personajes que se cuentan con los dedos de la oreja, se dan todos los lazos familiares o afectivos o de poder con unas adolescentes suicidas sin que tanto "flic" dé con la tecla de la relación. En un final en el que el malo lleva todas las de ganar, va y se decide a huir a pie entre la nieve sin recurrir al coche que tiene a su disposición y que le evitaría ser perseguido por los buenos. Pero, sobre todo, no basta con decir que Hirtmann es malísimo: habría que mostrar que Hirtmann es malísimo por mucho que quiera disfrazar sus comportamiento como un trabajo de profilaxis social. No basta con aislar al Lecter de turno (cuántos, cuántos imitadores ha tenido, ay, Demme) en salas de interrogatoria heladas y enfrentarlo allí con sus manipulados. El espectador quiere ver el Mal: quiere ver la friísima mirada de Anthony Hopkins y ese rictus de su boca, no acaso a Pascal Greggory. Y, sin embargo, la serie se ve bien, entretiene, distrae, intriga, aunque sea preciso darle al "Pause" más de una vez por dilucidar si la hermana de la novia del no sé quién es la misma que la cuñada del amante de no sé quién más. Que la claridad narrativa, quiero decir, no tiene por qué verse entorpecida por lo mucho asqueroso que desarrolle. Hay vida en la tele de Francia, no todo serán series británicas.

Pero, si tienen ustedes ganas de odiar a tope a un personaje, recuperen The widower ("El viudo"), la historia, basada en hechos reales, de Malcom Webster, un sujeto que, ahora mismo, pena prisión en Gran Bretaña. A este asesino, estafador y manipulador convicto, lo encarna en la pantalla Reece Shearsmith, quien sí consigue mantenernos a un paso del vómito cada vez que entra en plano, tal es su cursilería, su maldad, su trapacería y el asco que da en general. Es una muy breve serie para esas tardes misántropas en las que uno necesita dar rienda suelta a la misantropía y las miniseries acuden prestas a su ayuda. Ténganla a mano.

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