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Día del libro

Blanca Álvarez, siempre libre

Blanca Álvarez. Luisma Murias

Iria Flavia Rodríguez Álvarez, hija de la escritora Blanca Álvarez, fallecida el pasado 14 de febrero, recuerda en este artículo a su madre con motivo del Día del Libro y pone en valor su legado editorial: nada menos que 127 títulos.

Ser hija de una escritora, y más de Blanca Álvarez, me ha dado muchos privilegios. He tenido la suerte de que prácticamente todos sus libros pasasen por mí antes de su publicación. Recuerdo que cuando era pequeña, Mariano Arias y Mariano García Torres venían a casa a debatir con ella sobre sus manuscritos. Eran tardes de café, de humo, y de muchas palabras. Palabras que yo no entendía, pero que sonaban muy bien.

Recuerdo lo muchísimo que trabajaba. Cuando yo volvía del colegio, pasábamos las tardes jugando, leyendo, estando. Cuando me iba a dormir, lo hacía con el soniquete del teclado de fondo. De pequeña pensaba que mi madre no dormía, que siempre estaba ahí.

Era muy joven cuando escribió su primer poemario, “Cantos de Luna Verde”, y ganó el premio Cálamo. En su tierna ingenuidad, pensó que lo más difícil ya estaba hecho. Publicó un par de poemarios más que no tuvieron la acogida esperada. Creo que cualquiera puede imaginarse lo que en los años 90, en Asturias, significaba que una mujer y madre soltera hubiera decidido dejar su plaza fija de asistente social para dedicarse a la literatura. Era (casi) una herejía y como tal fue castigada profesionalmente por ello. Así que a mediados de los 90 nos fuimos a Madrid. Trabajó en varios medios nacionales y empezó a contactar con grandes editoriales. Allí no era castigada por ser valiente ni atrevida y cogió fuerzas para volver a su tierra, a la que siempre tanto quiso, y desde allí viajar a impartir talleres y conferencias.

Llegaron los premios y los reconocimientos a nivel nacional. Las traducciones al francés, catalá, euskera y galego. Todas las editoriales querían que impartiera charlas en colegios e institutos de toda la geografía española. Siempre volvía con recuerdos de esos encuentros y me contaba las diferencias que veía entre los estudiantes de una ikastola y los del barrio de Chamberí, por ejemplo. Su talón de Aquiles siempre fueron los débiles, por eso hacía hincapié a las editoriales en que las charlas fueran programadas en colegios públicos de barrios marginales. Así era ella. Yo me sorprendía del cariño que veía en esos dibujos y poemas que llegaban “de fuera” y pensaba: ¿por qué ninguno de mis compañeros de instituto o conservatorio conoce ningún libro de mi madre?

Siempre le tuvo mucho cariño al libro de entrevistas “Y además, mujeres”. Creo que pasó intencionadamente inadvertido. En aquel momento ser feminista era una lacra social en muchos ámbitos, y en el artístico, más aún. Después llegaron títulos como “La agonía de los deseos” o “Sarajevo-Berlín, billete de ida”, el cual nació de un viaje que realizó con Mariano Arias a la antigua Yugoslavia en pleno conflicto y cuyo reportaje fue publicado en “Interviú”.

Al cabo de unos años empezó a adentrarse en el mal llamado mundo de la literatura infantil y juvenil. A ella nunca le gustó esa etiqueta. Para ella los niños eran personas que tenían otros ojos con los que miraban el mundo. No se trataba de “ñoñear” las historias, sino de encontrar las palabras adecuadas para comunicarse con ellos. Simplemente tienen otro lenguaje que ella encontró y que ellos pudieron y podrán disfrutar. Nunca aceptó esa diferenciación entre literatura para adultos e infantil y así lo reflejó en numerosos artículos publicados en la revista “CLIJ”.

Con los libros para “niños y adolescentes” vinieron las ilustraciones. Sus historias cobraban vida en personajes de colores más allá de su cabeza. ¡Algo sublime!, solía decir. Sé que disfrutó mucho trabajando con Federico Delicado y Tesa González.

Quizás los libros que más me impactaron en su momento fueron “La última bruja de Guizarrián” y “Caracoles, pendientes y mariposas”. Bellísimas historias donde encontré a personas muy cercanas a nosotras, redibujadas con ese halo mágico que ella siempre veía en sus amigos. Amigos como Lise, el artesano de azabache. Recuerdo también con especial cariño el proyecto que tenía con Alejandro Mieres sobre Miró. De esa idea nacieron libros como “La princesa Shiro”, uno de sus más bellos relatos.

“El puente de los Cerezos” y “Aún te quedan ratones por cazar” fueron bastante reconocidos y premiados. Yo adoré los dos. Fui viendo cómo ambas historias se iban mejorando y enriqueciendo y, aunque las discusiones con las editoriales no siempre terminaban a gusto de ella, son dos libros maravillosos.

A finales del 2000 empezó a publicar en Latinoamérica. Sus libros se editaron en México, Argentina, Chile, Perú, República Dominicana y Colombia, y allí era donde ella quería vivir sus últimos días, en ese lugar del mundo donde sus libros eran queridos y leídos con el mismo cariño con el que habían sido escritos. Pero la enfermedad se lo impidió y la castigó de la manera más cruel que pudo haberlo hecho.

Creo que no somos del todo conscientes del legado que Blanca Álvarez nos dejó como escritora: 127 títulos publicados entre los que se encuentran ensayos, poemas, novela negra, literatura de 0 a 100, sin contar los artículos de opinión y entrevistas, todo ello hecho con un estilo propio, algo muy difícil de conseguir y aún más de que sea reconocido.

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