La guerra en la cabeza

Louis-Ferdinand Céline se regodea en el matadero enloquecido de 1914 en una novela inédita hasta ahora que escribió entre "Viaje al fin de la noche" y "Muerte a crédito"

Louis-Ferdinand Céline, por Pablo García

Louis-Ferdinand Céline, por Pablo García / Ricardo Menéndez Salmón

Ricardo Menéndez Salmón

Ricardo Menéndez Salmón

"La gran derrota, en todo, es olvidar, sobre todo lo que te mata, y morir sin llegar a comprender jamás hasta qué punto los hombres son bestias. Cuando estemos al borde del hoyo no nos pasemos de listos, pero tampoco olvidemos; hemos de contarlo todo, sin cambiar ni una palabra de las lacras que hemos visto en los hombres, y entonces liar el petate y bajar. Es suficiente como trabajo para toda una vida".

Louis-Ferdinand Céline escribió estas palabras en 1932, cuando aún no había cumplido los 40 años, en las páginas iniciales del que constituye, en mi opinión, el debut más deslumbrante en la historia de la novela del pasado siglo. Una década más tarde, durante la ocupación alemana de Francia, otro de los grandes escritores del veinte, Ernst Jünger, visita a su colega y anota en una entrada de sus "Diarios": "Cuando habla tiene la mirada fija propia de los maniacos, una mirada que parece brillar desde el fondo de las cavernas. Son unos ojos que ya no miran ni a derecha ni a izquierda; se tiene la impresión de que este hombre camina hacia una meta desconocida: ‘Siempre tengo la muerte a mi lado’. Mientras pronuncia estas palabras señala con el dedo un punto situado junto a su butaca, como si allí estuviera un perrito".

Estas dos citas condensan los fieles de la balanza que sostienen esa obra estremecedora, sin parangón en la literatura europea, que es "Viaje al fin de la noche". Esos fieles son la escritura y la muerte. O, si se quiere, la escritura como notaria, como nodriza y como escudera de la muerte. Bardamu, uno de los personajes más singulares de la literatura universal, cabalga en esa pieza maestra a lomos de la muerte con su logos verborreico por bandera. Lo hace durante décadas, en al menos tres continentes, tomando como interlocutores a criaturas de ambos sexos. Y todo en ese libro violento, ateo, absurdo, deforme, blasfemo, grotesco, desesperado en el sentido más radical del término, nos habla del mal como naturaleza y de la muerte como su condición privilegiada, la única que nos compete, la única que nos define, la única que nos resume. Porque somos seres nacidos para morir, extinción aplazada, despojos en caída libre. Céline, que presumía de negarlo todo, es en "Viaje al fin de la noche" un hobbesiano abducido por los cementerios. Ni dios, ni patria, ni amo, ni ley, ni familia. Sólo la lógica del superviviente y la presencia, tolerada pero insobornable, de la muerte en sus infinitas formas.

Gracias a "Guerra", el texto que ahora nos ocupa, rescatado tras una rocambolesca historia en la que azar y necesidad, maletas y filántropos, certezas y quimeras se tienden la mano, sabemos hoy que el nutriente esencial de aquella avalancha de asco y brutalidad de la que nació el "Viaje" fue la experiencia del brigadier Destouches en las carnicerías de 1914, algo que un libro como "Casse-Pippe" ya había insinuado con fuerza, pero que, ante la lectura de estas páginas, cobra rango de verdad antropológica. "Guerra", de hecho, comienza in medias res, en el preciso instante en el que junto al coracero Ferdinand, en los campos belgas de Poelkapelle, estalla una bomba y la guerra, la gran puta, se instala en su cabeza sin remedio: "Rebelarse era inútil. Fue la primera vez que dormí, en medio de aquella tormenta de obuses que pasaban silbando, en medio de todo el ruido posible, pero sin perder del todo la consciencia; dormí en el horror, en definitiva. Excepto cuando me operaron, nunca volví a perder del todo la consciencia".

El escritor lleva al monstruo consigo, y no como fábula, sino como ruido

"Desde entonces –continúa– siempre he dormido así, en un ruido atroz, desde diciembre de 1914. Atrapé la guerra en la cabeza. La tengo encerrada en la cabeza". La metáfora es formidable. El escritor lleva al monstruo consigo, y no en forma simbólica o alegórica, en figura de fábula, sino como ruido, como acúfeno, como recordatorio constante de lo que significa la agresión del mundo. En la cabeza del brigadier Destouches, la guerra derrama sus cuerdas y percusiones, ejecuta su sinfonía lacerante, arrasa cualquier esperanza de descanso y todo atisbo de consuelo. De buenas a primeras, el horror ha entrado por el oído, palpita en el cráneo como un gemelo insidioso, habla en el mismo idioma que el creador.

La voz termidoriana de Céline arremete en "Guerra" contra sus habituales némesis: la familia, la religión, el decoro, la burguesía, la política. Por supuesto tampoco rehúye revolcarse con gusto en la ciénaga de sus obsesiones habituales. Comparecen aquí, sin mesura ni medida, el amor por lo escatológico y el sexo explícito, la precisión de patólogo a la hora de emitir dictámenes tanto sobre el cuerpo individual como sobre los organismos colectivos. También, cómo no, destella esa inigualada cualidad que Céline poseía a la hora de escrutarse a sí mismo sin un átomo de piedad, con feroz desenvoltura: "En veinte años se aprende. Tengo el alma más dura, como un bíceps. Ya no creo en las aptitudes. He aprendido a hacer música, a dormir, a perdonar y, como veis, también a hacer bella literatura, con trocitos de horror arrancados al ruido que ya no se acabará nunca".

Quien sospeche de oportunismo comercial o tema encontrarse con un producto de segunda categoría, puede estar tranquilo. Es cierto que "Guerra" es un borrador, y que no es posible saber cuáles habrían sido su aspecto y decantación finales, pero no sólo articula una historia que opera como puente vital y literario hacia futuras obras mayores, caso de "Muerte a crédito", "Guignol’s band" y "Fantasía para otra ocasión", sino que en su interior late el formidable acento celiniano, ese timbre único, verdadero genio de la lengua, que convierte el descubrimiento de su prosa en uno de los más inolvidables momentos de cualquier biografía lectora, y que Proust, que por razones obvias nunca pudo leer a Céline, definió de forma visionaria al sostener que todo gran libro, en realidad, está escrito en una lengua extranjera.

portada Guerra

portada Guerra

Guerra

Louis-Ferdinand Céline

Edición de Pascal Fouché

Traducción de Emilio Manzano

Anagrama, 160 páginas, 18,90 euros

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