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Fútbol es fútbol

Cuando los monstruos hacen el ridículo

El «miedo escénico» del Bernabeu no tiene nada que ver con pisar, insultar o humillar al rival

Dice el gran helenista C. M. Bowra que los monstruos, para producir horror, deben concebirse de un modo vago y oscuro, de modo que un monstruo pierde su efecto en cualquier arte que se empeñe en representarlo con realismo. La Quimera, por ejemplo, un monstruo con cabeza de león y cuerpo de macho cabrío, puede resultar bien en la poesía, pero resulta ridículo cuando se le da forma visible. Por eso los monstruos, concluye Bowra, caen más bien fuera de la órbita del arte griego, por no ser la esencia de su naturaleza fácil de representar. Hablemos de monstruos. Y hablemos también de Pepe, de Luis Suárez y de Terry.

En el fútbol, como en la antigua Grecia, hay monstruos, pero en carne y hueso pierden mucho. Los monstruos del fútbol sólo dan miedo si se conciben de un modo vago y oscuro, como el «miedo escénico» que produce el Bernabeu, el temblor de piernas que causa el cartel con el legendario «This is Anfield», el canguelo que sienten aficionados y defensas cuando Cristiano Ronaldo separa las piernas y respira hondo antes de un lanzamiento de falta, o el murmullo de El Molinón cuando la grada ha escogido ya una víctima para ser sacrificada. No es fácil representar lo que significa salir a jugar en el Bernabeu desde el vestuario visitante. No hace falta acompañar el cartel que recuerda a los jugadores que están en Anfield con una cabeza de león y un cuerpo de macho cabrío. El horror de la pose de Cristiano Ronaldo antes de golpear el balón no necesita adornarse con serpientes en el pelo o pezuñas de bronce. Un murmullo en El Molinón produce más miedo a un jugador marcado que los cantos de las sirenas a los marineros de Ulises. Y así son los monstruos del fútbol. Inexplicables. Difusos. Borrosos. Y tan terribles como una flecha dirigida por el dios Apolo.

Pepe, defensa del Real Madrid, pisa la mano de Messi y luego dice que lo hizo sin querer. Luis Suárez, delantero del Liverpool, es suspendido ocho partidos por llamar «negro» a Evra. Terry, central del Chelsea, está acusado de proferir insultos racistas contra Anton Ferdinand, jugador del Queen's Park Rangers. Cuando los monstruos del fútbol pueden ser representados en forma de feos pisotones y más feas disculpas, y cuando esos monstruos convierten una evidencia trivial en un insulto (¡«negro!»), entonces ya no estamos haciendo poesía, sino que estamos haciendo el ridículo. Si los monstruos futbolísticos tienen forma visible más allá del miedo a un escenario, a un cartel, a una pose o a un murmullo, ya no estamos hablando de monstruos. En realidad, ya no estamos hablando de fútbol. Es otra cosa. Como esos aficionados que disparan a los ojos de los jugadores rivales con esos ridículos punteros láser, o aquella criminal entrada de Goicoechea que destrozó la pierna de Maradona, o los gritos de «Messi, subnormal». La Quimera da mucho miedo cuando se imagina, pero es ridícula cuando se dibuja. Del mismo modo, el Bernabeu da mucho miedo cuando se imagina, pero es ridículo cuando aplaude a Pepe por pisar a un compañero. El cartel de Anfield acojona, pero los insultos racistas de Luis Suárez o de Terry hacen que el miedo se convierta en rabia. La pose de Cristiano Ronaldo es más terrible que la mirada de Medusa, pero la mirada de un puntero láser es patética. El murmullo de El Molinón hace tragar saliva, pero escupir bárbaras consignas para ofender a Messi ofende al fútbol.

Los monstruos del fútbol sólo funcionan en la poesía, la imaginación o la tradición. Intentar que esos monstruos pisen, insulten, hagan daño o humillen al rival es contrario al auténtico horror del fútbol. Ese horror que hace que un estadio, un cartel, una pose o un murmullo sean más temibles que Quimera, más peligrosos que Medusa y más inquietantes que los cantos de las Sirenas.

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