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Esperando a Rublev

El ruso, el nueve del mundo, llegó al Grupo casi de incógnito, se saltó una valla y le hizo una dejada a Thiem que detuvo el tiempo

Andrey Rublev, ayer, en el Grupo. En el detalle, varios pequeños viendo su entrenamiento. | Marcos León

Alrededor de una veintena de socios del Grupo Covadonga movían ayer la cabeza de izquierda a derecha con la armonía de un metrónomo viendo como Dominic Thiem y su entrenador, el chileno Nicolás Massú, golpeaban a la bola que más que una pelota de tenis parecía un bólido estelar como entretenimiento previo al gran plato fuerte de la jornada: la llegada del ruso Andrey Rublev. La gente alucinaba, satisfecha de la exhibición que estaba dando un hombre al que llaman el "Príncipe de la Tierra" y al que quizás solo las lesiones han apartado de la dinastía de los Nadal, Federer y compañía.

Esperando a Rublev

Varios socios también arqueaban las cejas y alguno se llevaba las manos a la cabeza viendo jugar a Thiem, como si nunca hubiera tenido ni un dolor de cabeza, y algunos hasta se retiraban unos metros, quizás sorprendidos y conscientes de lo increíble y en cierta manera absurdo que era considerar la maestría del austriaco como aperitivo al ruso. Más que esperar por Rublev parecía que se estuviera esperando por Godot. "Cuando aparezca van a tener que cambiar las pelotas. Dicen que mete unos raquetazos tremendos", decía Luis Alonso, un socio del Grupo, que habitualmente pisa la misma pista que ahora ocupan las estrellas del tenis mundial.

Pero Rublev, al contrario que el personaje de Samuel Beckett –si es que se le puede considerar tal–, llegó y fue la estrella. Irrumpió casi de incógnito, recordando a un príncipe ruso de novela de Tolstói. Alto, pálido y grácil, no entró por donde se esperaba, esquivando así a niños como a Alejandro Domínguez, que le aguardaba con su libreta de autógrafos donde mostraba orgulloso las firmas de Carreño, Murray y Landaluce entre otros. Apareció el número nueve del mundo y se saltó la valla irrumpiendo en la misma pista donde Thiem y su míster daban antes el espectáculo.

Había 20 personas al principio, pero pronto se corrió la voz. Y empezaron a ser 30, luego 40 y luego más de medio centenar de socios del club que pudieron decir que vieron en su casa a un tenista que solo tiene por delante en lo suyo a ocho personas, que se sepa, en este mismo universo. Lo increíble del Gijón Open es también su cercanía. Mientras Rublev y Thiem peloteaban, a pocos metros, en una pista de pádel, jugaba Yolanda Verdugo, una farmacéutica de El Bibio, con tres amigas su pachanga de todos los martes. "Es increíble tenerlos por aquí", dijo.

"No sé mucho de tenis, pero el ruso pégale bien a la bola", exclamó Lucas García, un guaje de siete años que vio junto a su amiga, Estrella Heres, también de siete, la histórica jornada. "Ya aprenderás", le respondió la niña, muy aficionada a la raqueta y tomando apuntes mentales de la máster class ante sus ojos. La locura por Rublev se propagó por todo el Grupo. "Está bien, pero yo solo quiero ver a Feliciano", decía, mientras tanto, otra mujer allí presente. Rublev le pegó a la bola como nunca, que es decir que lo hizo como siempre. Le hizo una dejada a Thiem que pareció que detuviera las agujas del reloj. El ruso se quedó parado y arqueó las cejas. Como diciendo: "Ya no esperen más por mí que aquí estoy".

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