El cambio climático que se nos viene encima no es nada comparado con el cambio climático futbolístico que estamos sufriendo desde hace unas temporadas. ¿Qué es eso del “fútbol moderno”? ¿De dónde ha salido ese engendro formado a golpe de camisetas patrocinadas, nombres ridículos de estadios, dictadura del representariado, ingeniería financiera hermanada con la alquimia, partidos de fútbol en horarios extravagantes y días antiproletarios (sí, el lunes), celebraciones del gol absolutamente mamarrachas, culto al VAR y multimillonarios ocupando los palcos? El fútbol no tiene más de cuatro mil millones de años de historia, como nuestro planeta, pero ha sobrevivido a cambios climáticos con la misma elegancia que la Tierra. ¿Cuál es la diferencia entre este cambio climático y los otros? El científico estadounidense Kerry Emanuel, profesor de meteorología en el MIT, lo resume con una sola palabra: velocidad.

Lo más preocupante del cambio climático futbolístico, como el cambio climático en el planeta Tierra, no es la magnitud de ese cambio sino su increíble velocidad, en comparación con lo sucedido en el pasado futbolístico y geológico. A la pregunta de si el clima actual es el clima óptimo para los humanos, el profesor Emanuel responde que el clima que hemos tenido los últimos siete mil años es óptimo porque es al que nos hemos adaptado. Del mismo modo, el clima futbolístico en el que hemos vivido los futboleros antes de la llegada ayer por la tarde del llamado “fútbol moderno” es óptimo porque es el fútbol de barro, barrio, camisetas reconocibles y estadios con vida en las gradas al que nos hemos adaptado.

Pero, como apunta el profesor Emanuel con relación al cambio climático, la cuestión es que si se empuja el clima futbolístico en cualquier dirección, ya sea para hacerlo más frío o más cálido, esto será disruptivo para la sociedad futbolera. Es probable que los nuevos futboleros consigan adaptarse a ese fútbol en la noche de los lunes y a esa Liga de Campeones cada vez más grande, lujosa y fría como la finca Xanadú en la que Charles Foster Kane pronuncia su última y enigmática palabra (“Rosebud”). Puede que los ojos futboleros sobrevivan al horror de esas camisetas que, temporada tras temporada, escupen sobre la tradición y defecan encima de la historia. Pero la sociedad futbolera ya no será la misma. No puede serlo en el momento en que el fútbol sale de la grada y la barra del bar y entra en los estudios de Administración y Dirección de Empresas, y en el instante en que el fútbol se aleja del ejemplo de un capitán como Pujol para acercarse a las conferencias sobre liderazgo e innovación patrocinadas por los bancos.

El fútbol que hemos disfrutado durante los últimos siete mil años y al que los futboleros nos hemos adaptado dejará de existir con la velocidad con la que un niño abandona el patito de goma por un móvil. La velocidad del cambio climático en el fútbol se llevará por delante todo lo que ha hecho del fútbol un deporte tan reconocible en un partido entre amigos un domingo por la mañana como en un partido en el recreo en el patio de un colegio o en una final de la Copa de Europa en Wembley. En algún momento no muy lejano situado entre un partido de una nueva Superliga disputado por dos megaequipos sin alma y la presentación de una nueva camiseta del Barça sin azul y sin grana, alguien murmurará la palabra “Rosebud” y, entonces, nos daremos cuenta de que si el fútbol deja de ser ese trineo con el que Charles Foster Kane jugaba cuando era niño para convertirse en Xanadú terminará quemado en un horno del sótano junto con otros trastos inútiles. El fútbol es solo un trineo en la nieve, pero el cambio climático nos dejará sin nieve y, por tanto, sin trineo. No sé si algunos podremos adaptarnos a un fútbol derretido por el calentamiento global. Moriremos murmurando “Rosebud” un lunes a las once de la noche en el descanso de un partido de Liga.