Román GARCÍA

Ainoa Losada tiene tan sólo once años y el 8 de marzo de este año le cambió la vida. Ese día sus padres tuvieron que ingresarla en el hospital y le diagnosticaron diabetes. La niña hacía meses que había pasado una gripe, y desde entonces, según su madre, Verónica Díaz, no era la misma: «No comía casi, bebía mucho y orinaba constantemente; me empecé a preocupar». Para ella fue muy duro que le dijeran la enfermedad de su hija: «Nadie en la familia había tenido nunca diabetes y tuve que asimilar el disgusto». «En ese momento se te cae el alma al suelo, pero luego te dicen que te acostumbrarás. Amigos y familiares te apoyan, pero siempre te quedan la duda y la preocupación. Si la niña está sola yo nunca estoy tranquila; cuando va a clase no la puedo controlar como cuando está en casa».

Desde ese 8 de marzo, el día a día de Ainoa Losada ha cambiado mucho. Su madre cuenta que debe ponerle cada noche una inyección de insulina y luego hacerle numerosas pruebas: «Tenemos que hacer una prueba pinchándole el dedo para saber el nivel de azúcar cada vez que va a comer, así sé lo que le tengo que preparar». Un trabajo «muy sacrificado» pero que «se debe hacer», asegura Verónica Díaz con un tono de resignación en la voz.

La preocupación que vive esta madre ante cualquier actividad física que realiza su niña y que puede aumentar el nivel de azúcar en la sangre se vuelve mayor cuando no la tiene en casa: «Cada vez que se va de excursión no la tengo cerca y no me puedo arriesgar a que le baje la glucosa y le dé algo malo». Aunque lo peor es la comparación con su hermano pequeño, de dos años: «Le ve comer chucherías y todo y la verdad es que le cuesta, porque parece que no la tratamos igual, y no es así». «Lo lleva mal la niña» sentencia.

Como ella, otros casi 50 niños en Gijón pasan por esta enfermedad. Leo (en este caso, y, a petición familiar, un nombre ficticio) es otro caso de niño que sufre con la diabetes. Con tan sólo 3, años su madre se ve obligada darle las inyecciones de insulina con una aguja especial recién salida al mercado y mientras duerme, para que ni siquiera sienta el pinchazo. Esta madre se muestra preocupada por el precio de estas agujas, que, según ella, deberían estar subvencionadas: «La sociedad no comprende el problema; siempre pensamos que la diabetes es algo de gente mayor, pero hay niños que la sufren y no tiene profesores preparados. Yo cuando se lo dije a la de mi hijo puso ojos como platos». Y va más allá: «Mi niño, como los demás que tienen algo así, necesita una atención especial por parte de profesores y cuidadores, que no le dan, pero lo que me parece más grave es que tenga que acudir con él a una consulta de un especialista para mayores porque para niños en Cabueñes no existe». Esta madre se encuentra preocupada por el futuro de su hijo, su vida social, sus amigos y por cómo se podrá adaptar: «Estoy muy perdida, porque salí del Hospital Central con tan sólo un libro de información y no sabía qué hacer. El niño se enfadaba constantemente conmigo y yo estaba desesperada».

El caso de Leo comenzó también, como el de Ainoa, con lo que aparentemente era un catarro.