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La doble vida de Dan Brown

l Un superventas en Asturiasl El perfil de un novelista de éxitoEl carácter reservado y misterioso del autor de «El código da Vinci» contrasta con el recuerdo de aquel «americanín rubio, serio y bueno», aficionado a las discotecas, los churros y la tortilla, que dejó en el barrio gijonés de Pumarín, donde vivió un verano de adolescente

La doble vida de Dan Brown.

María IGLESIAS

Su vida es tan enigmática como los galimatías a los que se enfrenta el profesor Langdon, el personaje de ficción que le ha dado fama. Reservado y misterioso, el escritor Dan Brown ha conseguido descolocar a los medios de comunicación, a sus admiradores, a los indiferentes e incluso a sus más queridos detractores. Superó los 81 millones de copias vendidas con «El Código da Vinci» y no se escapa, ni queriendo, de la sombra de las críticas, las cuales parecen causarle la más absoluta indiferencia.

Esta semana Brown se encuentra de nuevo en el punto de mira de todos ellos debido a la presentación en España y Latinoamérica de su última y esperada novela, «El símbolo perdido», amada por muchos y odiada por otros tantos. Sea como fuere, el escritor es por hecho y por derecho uno de los más leídos del mundo.

Tanto contraste, incluso en su vida, es un misterio sólo comparable a los secretos que envuelven sus novelas que luego van encajando a la perfección como piezas de un engranaje bien diseñado. Poco dado a ofrecer detalles en sus declaraciones a los medios, Brown reveló esta semana -como quien no quiere la cosa- que uno de los veranos memorables de su vida lo pasó en Gijón, donde entonó el «Asturias patria querida» y aprendió a escanciar sidra. Sería un pasaje más de su extensa biografía y de sus andanzas españolas (estudió un año Historia del Arte en la Universidad de Sevilla) si no fuera porque para los gijoneses se ha convertido en todo un acontecimiento. Como el aleteo de la mariposa que consigue provocar un terremoto desde la otra punta del mundo, Dan Brown ha logrado que se muevan los cimientos del barrio gijonés de Pumarín, donde vivió con 17 años en aquel verano de 1981. La vida anónima de Juan José Álvarez y Rosa Muñiz Zapico (Juan y Rosi) se ha tambaleado desde que este ilustre inquilino anunciara que vivió, hace ya 28 años, bajo el mismo techo que el matrimonio y tres de sus hijos. Era, como constataron tras la lectura de «El Código da Vinci», aquel «americanín rubio, con cara de bueno», al que le perdieron las noches de Gijón, los churros y la tortilla de patata, pero también al que trataron como a «un hijo más».

«Fue mi primera experiencia fuera de los Estados Unidos, para mí era como de otro planeta, totalmente diferente a mi pequeño mundo aquí en Exeter», contó Brown, hace apenas unos días, de ese viaje. Porque antes de convertirse en el escritor de éxito que es ahora, Daniel (como lo llamaban Rosi y Juan) descubrió el amor tras las faldas de una gijonesa, María, a la que recuerda como una diosa morena de ojos azules, y también pasó las noches veraniegas bailando «con poco ritmo» en el Tik, el Jardín y el Oasis. Y se le quedó grabado, con sana envidia, que «los españoles tienen esa habilidad para vivir la vida con placer y alegría».

Correcto y serio debido a su educación episcopaliana (anglicanos estadounidenses), nunca defraudó la confianza que Rosi y Juan depositaron en él, salvo una ocasión en la que la ingesta continuada de ron y Coca-Cola hizo que no encontrara el camino de vuelta a casa hasta las seis de la mañana. Riña de Rosi y lección aprendida. Es el día de hoy que por Pumarín todavía se recuerdan sus andanzas.

Pese a que Daniel fue uno de los muchos extranjeros a los que se dio cobijo en aquel piso de la calle Aragón en Pumarín, no fue uno más. Llegó para quedarse. El matrimonio mantuvo el contacto con él durante más de diez años, incluso cuando Brown se atrevió a dar el cante en el mundo de la música, tal y como certifican los dos casetes que Juan y Rosi guardan con cariño en un cajón de su casa.

Ahogado en una imponente suma de dinero, la que le reportó la venta de «El Código da Vinci» y los derechos de autor de la consiguiente película (250 millones de dólares), Brown continúa viviendo en su pequeño pueblo de Exeter (New Hamspire) a unos 500 kilómetros al norte de Nueva York. A día de hoy se levanta a las cuatro de la mañana, escribe con un reloj de arena que le marca las pausas para hacer flexiones y juega al tenis todas las tardes. Además, si se enfrenta a una página en blanco de la que no puede salir, se cuelga boca abajo con unas botas especiales en lo que denomina «terapia de inversión».

Disciplina recia en la edad adulta y excesos propios de la adolescencia en su pubertad. El mito americano que llega a ser Dan Brown se torna muy real cuando se conoce su primera indigestión a base de cuatro raciones de churros en las cafeterías gijonesas, o que devoraba tortillas de patatas, hasta el extremo de comerse la ración de cuatro comensales. «Educado» y «atento», como recuerdan los de Pumarín, su gusto por la comida española era tal que llegó incluso a ofrecerle un puesto de cocinera a Rosi en su pequeño pueblo americano. En Gijón descubrió también los placeres que traían consigo las bebidas destiladas, las que le causaron más de un dolor de cabeza, y alguno del que todavía no se ha podido recuperar. «Cuando llegué no bebía alcohol, luego descubrí el mundo de la bebida; me llamó la atención que incluso los adultos iban a las discotecas, allí mis colegas en seguida me descubrieron los cubalibres y me puse muy enfermo, desde entonces no puedo probar el ron», confesó hace unos días el de Exeter. Han pasado casi 30 años desde aquellas noches de verano, pero el «americanín» sigue despertando un inmenso cariño por las calles que lo recibieron en los años 80.

Primogénito de tres hermanos, Dan Brown nació en 1964 en el seno de una familia aficionada al mundo de los códigos y enigmas. Con el tiempo, Brown logró hacer de su vida uno de ellos. La sombra de la duda sobre su estancia en la Universidad de Sevilla planeó mucho tiempo sobre su cabeza. Ahora, rescatada del «baúl de los recuerdos», regresa al presente una fotografía en la ciudad andaluza que el escritor envió a su familia gijonesa. Por el reverso escribe: «Estudiando en Sevilla y aprendiendo un idioma (...)». Las piezas del puzzle vuelven a encajar en la vida de Brown.

Pero todavía quedan misterios sin resolver. ¿Escribió «El Código da Vinci» junto a su mujer?, juntos trabajaron en la documentación, tanto que son muchos los que la señalan como coautora de la novela. Los símbolos masónicos, anagramas, crucigramas y puzzles, con los que el americano adereza sus textos, también pasarán a formar parte de la casa que se está construyendo en Exeter, aunque confiesa que «ninguno de mis invitados podrá averiguar los significados que se ocultan tras las paredes». Pese a todo lo que se dice o se escribe, Brown nunca se dejó amedrentar por las leyendas alrededor de su vida. Encerrado sin conexión a internet ni entretenimientos que lo puedan distraer a la hora de escribir, ha ido cosechando tecla a tecla éxitos imparables. En su cabeza fluyen futuras historias con cientos de secretos, que «nunca desvelaré», ironiza con sonrisa torcida. Para muchos el misterio seguirá oculto en su propia vida.

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