Rossen Milanov cedió la batuta al italiano Corrado Rovaris, un señor muy elegante que no le hizo ascos al frac; no es de extrañar a la vista de lo bien que le sentaba. Dirigió con ese mismo estilo de elegancia; con suave seguridad y firmeza supo sacar de sus músicos un auténtico sobresaliente. Abrió la audición la Serena nº 6 en re mayor, de Mozart. Al escribirla, Mozart aún era un chaval y nunca dejará de sorprendernos la audacia de su planteamiento orquestal, nunca presentado hasta entonces. En realidad era una orquesta de cámara -cuerdas y timbales- en la que se incrustó un cuartero de cuerda. Y jugó con ambos a su antojo, ofreciendo una fiesta que ha servido de banda sonora a varias películas; su minué es el baile más característico de los salones galantes del siglo XVIII.
"Variaciones sobre un tema rococó para violonchelo y orquesta", de Chaikovski nos descubrió el talento insuperable de Asier Polo. La partitura era preciosa con instantes de un lirismo estremecedor, como en la variación Andante, pero este señor, ante el que hay que quitarse la chapela, lo bordó. Hizo un alarde de sensibilidad y técnica, es un mago de la música; él es la música, la respira, la bebe, la desprende de sí. Genial. Fue aplaudidísimo.
Y para completar el deleite, un regalo, la Sinfonía nº 40 en sol menor, de Mozart. Aquélla que en su día popularizó Waldo de los Ríos al darle un aire pop, con presencia de la batería. Mozart exhibe en ella sus estados de ánimo, de la alegría a la tristeza, a través de un derroche creativo. Gran noche musical.