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Los viajes de Jovellanos (XVIII). De Durango a Loyola

El prócer recorre el corazón de Vizcaya antes de desembocar en varias poblaciones guipuzcoanas, donde describe algunas de las construcciones

Iglesia de Durango.

Qué intenso día vivió Jovellanos aquel domingo 21 de agosto de 1791. Digo intenso porque hace un buen trayecto entre Durango y Loyola, pasando por poblaciones tan conocidas como Ermua, Éibar, Elgoibar y Azcoitia. Eso implica que estamos hablando de 38 kilómetros de recorrido, donde Jovellanos conoce y visita diferentes lugares y personas, y como es habitual en él, no deja nada sin registrar en su Diario. Además, añadir que no es que madrugue para iniciar su viaje sino que prácticamente trasnocha, porque parte desde Durango alrededor de las cuatro de la madrugada.

Veamos cómo nos lo narra la pluma de don Gaspar: “resolvemos no volver a la cama por hallarnos vestidos y partir al rayar el día, que promete gran calor. Luna y niebla. Se me olvidó apuntar que a la entrada de este pueblo se está construyendo un magnífico juego de pelota, que se reduce a dos grandes paredes de sillería de frente y costado. Lo demás, abierto. El de Bilbao no tiene más pared que el frontón, y lo demás en valla. Salimos a las tres y tres cuartos; niebla y claridad de la luna”.

Ya tenemos algo muy llamativo en este fragmento , y es la referencia al frontón, que tanto arraigo tiene en tierras vascas aún a día de hoy. El juego en el frontón, en sus diferentes variantes, tuvo siempre mucha afición desde épocas inmemoriales en el País Vasco. Y hay que decir, que el frontón de Durango era de los más importantes. Se conocen algunos datos relevantes sobre esta instalación de carácter deportivo. Se empieza a construir en 1785 y se inaugura tres años después, en 1788. Se decía que era el frontón más largo del mundo, con sus 72 metros de largo, pero no hay dato que permita confirmar tal aseveración. A finales del siglo XIX tuvo alguna reforma, aunque la guerra civil hizo estragos y sufrió importantes destrucciones. Hoy día se conserva parte de un muro original, donde también se ven impactos de proyectiles del periodo bélico.

Seguidamente, Jovellanos prosigue así: “Camino nuevo, el mejor construido de todos; buena cubija, pero mal relleno; su piedra es gruesa y el barro con que está mezclada ha empezado a fundirse, y los carros a abrir grandes carriles, aunque la obra es reciente; hay algunos trozos firmes, porque en lugar de tierra se echó guijo mineral o escoria de ferrerías, que es superior a él, y de que no se saca en Vizcaya el partido que se pudiera. Todo el camino va entre bellas planturias de robles aún jóvenes y de algunas de hayas, que lo son también. A las dos leguas y media se encuentra el lugar de Ermúa, antiguo solar de los Larreáteguis. Nos señalaron un gran palacio que dijeron ser de esta familia; parece lugar acomodado, y tiene buen caserío”.

Al margen de esas reflexiones acerca de las características del camino transitado entre Durango y Ermua, que a los ojos de nuestro viajero era el mejor, es necesario hacer una parada aquí para hablar de la última frase, donde cita a los Larreáteguis, y el palacio que pertenecía a los mismos. Se refiere Jovellanos al imponente edificio que mandó construir Andrés de Orbe y Larreátegui. En el ámbito eclesiástico, este hombre hizo una carrera muy destacada, llegando a ser obispo de Barcelona y arzobispo de Valencia. También alcanzó el rango de Inquisidor General y acabó sus días como Nuncio papal. En el sector civil fue presidente del Consejo de Castilla. Sería el rey Felipe V quien creó el título de marqués de Valde-Espina en 1733, cuando se lo otorgó a Andrés Agustín de Orbe y Zarauz, sobrino del Inquisidor, el cual, legó a su familia un posicionamiento y un rango a nivel social de gran preponderancia.

Fue el mismo Andrés de Orbe quien mandó construir el palacio que Jovellanos cita, y que hoy es sede del consistorio de Ermua.

Es un edificio de gran porte y belleza, destaca a primera vista su cúpula sobre tambor de forma hemisférica, con linterna rematada en pináculo, bola y veleta. También son dignos de mención sus balcones y herrería. Pero sin género de duda lo más destacado, son los escudos en los esquinales del palacio, donde se representan los símbolos heráldicos de los Orbe y los Larreáteguis. El escudo es imponente, con una riqueza ornamental extraordinaria. El símbolo de los Larreáteguis es un grifo, animal mitológico, mitad león mitad águila, indicativos de valor y grandeza. El de los Orbe era un pino con dos lobos alzados sobre el tronco.

Prosigue don Gaspar su recorrido, y además de observar las plantaciones de nabos, trigo, maíz o alfalfa que se encuentra en su trayecto, llega a Eibar y dice: “Llegada a Eibar a hora en que tocaban a misa en la parroquia; la oímos; es iglesia grande, de arquitectura gótica remodernada, pues en lugar de los pilares antiguos se subrogaron unas enormes columnas con capiteles corintios, que no hacen mal. Es muy precioso el altar mayor, de madera sin estofar; consta de cinco cuerpos colocados sobre un alto basamento. Cada uno de los cuatro primeros tiene su zócalo esculpido con bellísimos bajos relieves de figuras de a palmo; el resto se reduce a varios retablitos con su estatua cada uno, y en los claros de los que tiene cada cuerpo hay misterios representados en bajos relieves, o medios, por mejor decir. Las figuras del medio, que son San Andrés, San Juan y San Francisco Javier, según parece, y el Señor Crucificado, son de mala mano y las únicas que están estofadas; no importa; pero sí que no lo esté lo demás, pues habría perdido mucho. Hay en el presbiterio dos atriles de bronce sostenidos por dos águilas, que son de buena forma. En la sacristía hay algunas alhajas preciosas, regaladas por un natural de esta villa, que, cuando la célebre batalla de Pavía, se hallaba de contador en nuestro ejército; el sacristán me ofreció decirme su nombre o escribir después. La primera de ellas es un viril; sobre un pie de cristal (no me pareció de roca) están colocados dos bellos angelitos mancebos, de oro, que sostienen una especie de caja de reloj con dos vidrios cóncavos, donde se coloca el Sacramento, todo esmaltado. Segunda, un incensario de cristal de roca, compuesto de sartalejo que es una bellísima taza, y cubierta, bien labradas y guarnecidas de plata dorada, con cadenas de hilo de lo mismo. Tercera y cuarta, dos cruces del mismo cristal, una con pie de lo mismo, y otra con él de oro y con crucifijo. Dícese que eran todas de la capilla de Francisco I de Francia, compradas en la almoneda que se hizo después de su prisión”

Impresionante descripción de la iglesia de San Andrés, que sería la parroquial citada. Difícil añadir algo a esta visión artística que Jovellanos nos deja. Fue construida en el siglo XVI, con planta de cruz latina y tres naves. Exteriormente destaca la torre del siglo XVII y sobre todo, la fachada norte con su portada plateresca, obra de Gabriel de Ubilla en 1547, como reza la inscripción que tiene encima.

Pero lo más destacado de la iglesia es el retablo, obra de Andrés Araoz y su hijo Juan entre 1567 y 1587. Influenciados de la obra de Berruguete crean un conjunto excepcional, organizado en cuatro cuerpos y un ático. Hay que añadir que más de cien años después, en 1736, el retablo se culmina, tal cual lo vemos hoy, con trabajos de Hilario Mendizábal y Fernando de Arizpe. En la parte baja se representaron escenas del Génesis, como la creación de Adán, la expulsión del paraíso o Caín y Abel.

En el primer cuerpo se tallaron relieves sobre la pasión de Cristo. En el segundo es protagonista el propio San Andrés con escenas de milagros de Jesús y otras imágenes de los apóstoles. En el tercero es San Juan Bautista quien se lleva el protagonismo y en el cuarto hay escenas posteriores a la resurrección. Sin duda el conjunto es armonioso y hermoso, de hecho, también cautivó al propio Jovellanos, como hemos visto.

Mucho más añade Jovellanos sobre Eibar, aunque eso ya lo veremos en el próximo capítulo.

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