La procesión del Martes Santo llena de devoción las calles de Gijón: "Cada vez va a más"

Los pasos de San Pedro y la Flagelación culminan en San José un recorrido que por primera vez atravesó el barrio del Carmen

Procesión de Martes Santo en Gijón

I. Peláez

I. Peláez

I. Peláez

Azotaba el nordeste casi tan fuerte como los latigazos que sufrió Jesucristo. Tan doloroso el viento como resultaron las tres negaciones de San Pedro. El sonido de la carraca rompió el silencio en la explanada del Campo Valdés para que entraran a escena una veintena de hermanos de la Santa Misericordia, con sus túnicas blancas, capirotes negros y ciriales. En medio del romper de las olas (ya decía el añorado José Ramón Costales que la de Gijón era una Semana Santa muy marinera) aparecía la imagen del Pescador, luciendo nuevos faroles y un rehabilitado gallo para simbolizar su traición. Sobre los hombros de ocho mujeres de la Santa Vera Cruz, con sus ternos grises y moraos, empezó a andar la imagen, rodeada por margaritas, liliums, alstroemeria, antirrhinum y rosas spray. «¡Atentas, al hombro!», pronunció Patricia Menéndez, jefa de paso.

Decenas de personas (hasta el Martes Santo va en aumento el fervor) aguardaban bajo el cielo despejado la salida bajo los pórticos de San Pedro del Flagelado, que se movía con San Lorenzo de fondo merced a la fe de diecinueve penitentes. Lo precedía el coro joven de tambores de la hermandad de la Vera Cruz y alrededor de treinta cofrades alumbrando el camino. La escena ya olía a incienso. «Me fui aficionando cuando viví en León y ahora vengo todos los años. Cada vez va a más y se hacen mejor las cosas», señalaba José Luis Villar al inicio de la procesión. 

Los cofrades atravesaron la Plaza Mayor para irrumpir en la del Marqués. Pelayo les miraba cruz en mano. El rumbo para esta procesión de las Lágrimas de San Pedro (también conocida como la del Silencio) marcaba una nueva etapa. Por vez primera, la iglesia de San José sería el templo de recogida de los penitentes. Su párroco, Fernando Llenín, cerraba las líneas de capirotes y capillos, junto al hermano mayor de la Vera Cruz, Juan Antonio Rodríguez-Pládano y el ex pregonero de la Semana Santa, Paulino Tuñón. «Esta es una expresión de la religiosidad popular. De la identidad de una ciudad; es parte de su cultura, de su ser y de su historia», definió Llenín la Semana Santa gijonesa. 

Tras ellos, muchos fieles cumplían la tradición de seguir a los pasos. «Llevo muchísimos años y la Semana Santa cada vez va a más. Es importante que no se pierda», confesaba María Luisa Domínguez Gil, acompañada por Antonio Garnung Varela, otrora porteadores en la Santa Misericordia. «Ahora ya no podemos, pero hay que estar», añadía la cofrade en referencia a la edad y a su muleta. 

Poco antes de las nueve y media, aproximadamente una hora después de partir de San Pedro, la comitiva religiosa se adentraba por la calle Zamora al barrio del Carmen. Doce grados marcaba el termómetro de los Jardines de la Reina. Seguía el nordeste. El esfuerzo se empezaba a notar poco antes de encarar la calle de Álvarez Garaya. 

Tres minutos faltaban para las diez de la noche cuando Llenín abrió las puertas de San José. Los penitentes formaron pasillo en las escaleras para recibir a las dos imágenes (y también para dejarles vía libre ante tanto curioso). «Hemos concluido la procesión. Hemos hecho un buen trayecto para que el señor Flagelado y San Pedro recorran las calles de Gijón. Ahora, vamos a rezar por aquellos cofrades y familiares que ya no están con nosotros», proclamó el párroco antes de orar el eterno reposo. San Pedro ya secaba sus lágrimas. 

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