Un relato de ciudad para 2024

Gijón vivió una aceleración vertiginosa en los últimos quince años del siglo pasado, pero desde entonces transcurre en una suerte de nostalgia contenida

El paseo del Muro a la altura de la escalera 18. | Pablo Solares

El paseo del Muro a la altura de la escalera 18. | Pablo Solares / Ricardo Menéndez Salmón

Ricardo Menéndez Salmón

Ricardo Menéndez Salmón

En los últimos años, cuando en distintos foros y circunstancias me han interrogado acerca de cuáles considero que son las características primordiales del periodo que nos toca vivir, se llame a ese tiempo sociedad postindustrial, Antropoceno o post-postmodernidad, mi respuesta ha sido que las marcas de agua de la época me parecen, por un lado, la velocidad a la que la realidad sucede, esa imparable e implacable sensación de urgencia que nos rodea en los distintos planos de nuestra existencia, y, por otro, el hecho de que el mundo se ha convertido en un lugar demasiado complejo y plástico como para aspirar a interpretarlo desde un único punto de vista. Así pues, la altísima velocidad de crucero de la realidad y la dificultad para hallar un observatorio de privilegio, fiable e inconmovible, no sujeto a la histeria de lo histórico en la que vivimos embarcados, son, en mi ánimo de novelista, los presupuestos de partida a la hora de diagnosticar tanto qué quiero narrar como desde dónde puedo hacerlo.

Si, en tanto que escritor de ficción, asumo estos principios como un preámbulo necesario antes de acometer la redacción de cualquier obra, me pregunto qué perspectiva está obligado a aplicar el periodista que debe lidiar con las dos evidencias mencionadas, la prisa de lo que acontece y la ausencia de una atalaya inamovible, ya no durante la redacción de una propuesta narrativa más o menos dilatada en el tiempo, sino en el día a día de un medio donde tantas veces lo nuevo se convierte en viejo en el momento mismo en que es redactado, y donde esa misma urgencia de lo perecedero hace que la dictadura de la opinión acabe por defenestrar cualquier análisis destinado a propiciar un discurso ambicioso y sustantivo. Dicho de otro modo: cómo huir a la tentación de convertir el periodismo en un elenco de opiniones más o menos brillantes, pero destinadas a extinguirse a la misma velocidad a la que se generan.

Caminamos por un paisaje repleto de obstáculos para la profesión. Las amenazas son muchas y muy variadas. 2024 promete ser un año durísimo por la evidencia geopolítica que nos atenaza, con la guerra en Ucrania enquistada y la tragedia siempre recurrente de Oriente Próximo. La perspectiva, cada vez más plausible, del regreso de Trump a la Casa Blanca introduce una derivada de consecuencias imprevisibles en el tablero de los equilibrios de poder. Si a ello se suma la posibilidad de que la Inteligencia Artificial colonice el campo de la prensa y la irresistible promoción de los llamados influencers al rango de oráculos de nuestro tiempo, el panorama que se dibuja apunta a un descrédito de la verdad y a un asedio constante a la gestación de un discurso crítico, con vocación de permanencia. Karl Kraus, la pluma más brillante del periodo de entreguerras, muñidor y alma de esa publicación única, Die Fackel, que sobrevive aún hoy como uno de los mayores logros de la historia del periodismo, advertía ya en su época, que tantas y tan estremecedoras similitudes presenta con la nuestra, que, en momentos de bancarrota intelectual, en vez de la moneda ilustrativa lo que se emite es el papel moneda del tópico, y que la gran lacra del periodismo consiste en no informar sobre lo que sucede, sino en provocar los sucesos por intereses de poder, de clase o de partido.

Como Asturias, a cuya suerte está indefectiblemente ligada para bien o para mal, desde el cambio de milenio Gijón es una ciudad inmersa en una profunda crisis de modelo. Una ciudad que vivió una aceleración vertiginosa en los últimos quince años del siglo pasado, pero que desde entonces transcurre en una suerte de nostalgia contenida. Una ciudad que ha sido pintada, musicada, filmada, poetizada y celebrada como icono turístico, pero que parece impermeable a un pensamiento destinado a articular su futuro en torno a unos principios consensuados y coherentes. Una ciudad que ha sido incapaz de proponer desde hace demasiado tiempo un proyecto tanto de lo que quiere ser como de lo que no está dispuesta a tolerar. Una ciudad que no ha sabido ponerse de acuerdo en torno a asuntos capitales, como son la movilidad o el modelo de productividad, y que vive los desgarros propios de esa Asturias a la que nutre: las paradojas en torno a la vivienda, las nuevas dolencias anímicas de una población dramáticamente envejecida, la tensión no resuelta entre unos espacios urbanos que apuesten por el valor de uso o que lo fíen todo al valor de cambio, el borrado sistemático del original en beneficio del simulacro, la fetichización del turismo como flamante maná de la tribu.

En ese contexto incierto, donde lo que se juega es la posibilidad misma de una razón iluminadora, el periodismo de ciudad, que conforma y construye la narración de lo que una comunidad es, debería estar al servicio de una educación permanente del lector, consciente de que lo que se debate, en nuestro caso, no es otra cosa que lo que Gijón aspira a ser, la lucha por significarse como un espacio dotado de singularidad en el horizonte de las ciudades europeas de tamaño mediano del siglo veintiuno o, por el contrario, la tentación por convertirse, definitivamente, en un gran escaparate de ocio y consumo urbano, intercambiable con tantos otros, tan de todos si se quiere, tan de nadie en realidad.