Exiliados del refugio

Gestión del empuje turístico: entre el oasis climático y la gentrificación

Maribel Lugilde

Maribel Lugilde

Pudimos presumir en mitad de la pandemia, cuando Asturias fue durante unas semanas territorio de casos cero, o cuando, en el último verano, fue destino codiciado de días templados y noches respirables que se señalaba –sin necesidad de campañas publicitarias– en reportajes de medios de comunicación nacionales e internacionales especializados en viajes.

Después de tanta chanza ajena con el Mordor que espera a quienes cruzan hacia este lado del Negrón, de tantas predicciones meteorológicas que nos condenaron al ostracismo del nubarrón mientras se regaba de soles al resto, llega una nueva ecuación turística en la que salimos ganando: una mirada renovada para resignificar el concepto de paraíso natural.

Resulta que esta periferia de montaña y mar se contempla ahora más que nunca como un refugio cercano, gracias también a la reducción del tiempo de viaje en tren, una última barrera que ha tardado en caer y cuyo efecto ya se nota. Así ha ocurrido en las fiestas, era notoria la presencia de visitantes al callejear la ciudad. Nada que ver con el Gijón invernal de nuestra niñez, aquel territorio doméstico, sin foriatos.

Hay que celebrar el auge de nuestro atractivo, por más que uno de sus factores coadyuvantes esté siendo un falso amigo: el inquietante cambio climático al que ninguna cumbre planetaria le hinca de verdad el diente. Angustioso. Estará en nuestro debe para las generaciones futuras, que poco o nada podrán hacer por revertirlo o retrasarlo. Ojalá pudiéramos quedarnos en el hoy que nos ofrece el endiablado proceso: un paraíso natural más amable incluso para quienes vivimos en él y sabemos mucho de inviernos con lluvias impenitentes y veranos de chaqueta y cielos encapotados.

Por si esta amenaza fuera poca, hay otra que también emerge paulatinamente. Imagino que a ustedes también les ocurre, yo puedo poner ejemplos concretos en mi círculo más cercano de personas a las que les resulta imposible por prohibitivo comprar o alquilar en nuestra ciudad. Una especie de nuevo orden de las cosas que supera a la mera especulación y fagocita la villa calle por calle, del centro al extrarradio, incluida nuestra zona rural.

La gentrificación, que echa de los barrios a sus habitantes de siempre para sustituirlos por huéspedes en constante rotación, es también falsa amiga: embauca a propietarios con ganancias rápidas y fáciles, y convierte a las ciudades en lugares inalcanzables para quienes reconocen en ellas sus propias sus raíces o quieren establecerlas de forma estable.

En pleno reto demográfico y con la golosa oportunidad del turismo, toca a nuestros gobernantes hilar fino más allá de los cantos de sirena de la ganancia rápida. Si no queremos acabar siendo exiliados del refugio que para otros conseguimos ser.

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