Los colores del ayer

Gijón fue largo tiempo una ciudad predominantemente blanca, el tono más habitual en las fachadas

Héctor Blanco

Héctor Blanco

Gijón fue durante largo tiempo una ciudad predominantemente blanca ya que ese era el color más habitual en las fachadas de sus edificios.

En el cuadro "Vista de Gijón", de autor anónimo y realizado hacia el año 1700, vemos el Palacio de los Valdés y su capilla con ese tono, ahora recuperado tras décadas pintados de gris.

Las fotografías más antiguas que conocemos de la villa, realizadas en las décadas de 1850 y 1860 por Alfredo Truan y Marceliano Cuesta, respectivamente, muestran un caserío que hoy nos parece propio de una población mediterránea. Esas instantáneas, aunque son en blanco y negro, evidencian la pervivencia de una tradición secular: el encalado de las fachadas.

Aún a finales del siglo XIX, como parte de los preparativos de la temporada estival o para alguna visita de relumbrón, desde el Consistorio se requería al vecindario el adecentamiento de las fachadas con el preciso término de "blanqueo", la única opción posible que permitía el encalado. Los encalados contaban también con una función añadida de especial importancia, desinfectar, tanto el interior como el exterior de los inmuebles.

En las postrimerías de esa centuria la fabricación de pigmentos y pinturas de producción industrial supuso una revolución al resultar asequibles, presentar composiciones más resistentes a la intemperie y, lo más novedoso, incluir variedad de color.

Con el cambio de siglo en Gijón ya comenzó a ser habitual que las fachadas se pintasen en vez de encalarse y así los paramentos pasaron a tener gamas granates, ocres, grises –fueron más ocasionales los verdes y azules–, colores más sufridos para una ciudad industrial en la que el humo y el hollín hacían estragos. La obra de los diversos pintores que reflejaron la ciudad en sus cuadros durante este periodo ofrece interesantes pistas al respecto.

En lo que atañe a la carpintería de vanos, puertas y rejerías de cierre de jardines y quintas, durante largo tiempo dominaron los tonos verde bronce como solución habitual. El año pasado desapareció el penúltimo ejemplo de enrejado con esta coloración que quedaba en el centro urbano, tras el cambio del color verde por el gris en la escuela infantil Eusebio Miranda. Ese color verde es muy probable que fuese el que tuvo la barandilla del Muro de San Lorenzo hasta la década de 1940.

Vemos hoy muchos edificios históricos pintados de llamativos colores, algo que en su época no ocurría. Muchas de estas coloraciones sólo responden a gustos y modas de los últimos treinta años. A esto también hay que añadir otros dos factores que distorsionan sus fachadas. Uno es la eliminación de los revocos, otro es la modificación del diseño original de las carpinterías de los vanos, con las ventanas-espejo del Ayuntamiento como ejemplo de un disparate sin justificación.

Tradicionalmente muy pocos edificios prescindían del revoque de sus fachadas por dos razones: la simple mampostería de sus muros no se consideraba digna de exhibición a lo que se sumaba que su enlucido y encalado servían de barrera ante la humedad exterior. Incluso en tiempos más recientes sólo los edificios realizados con un presupuesto holgado contaban con fachadas de cantería realizadas íntegramente en piedra caliza o arenisca bien labrada. Ahí tenemos como ejemplos el Ayuntamiento, les Cases del Probón, la Casa Paquet y pocos más.

Durante la primera mitad del siglo XX, la pintura perdió preferencia frente a opciones más resistentes y con más fácil o nulo mantenimiento: los azulejados con características piezas rectangulares biseladas a partir de la década de 1910 y, en menor cuantía, el ladrillo visto en su color natural o vidriado en blanco. La modernidad trajo a finales de los años veinte el revoco pétreo, material que tuvo gran popularidad en las décadas de 1930 y 1940 combinando tonos gris, ocre o rojizo. Tras ellos vinieron ya las coloristas combinaciones de gresite introducidas en la década de 1950 y, posteriormente, su vulgarización acompañada por las plaquetas de ladrillo.

Cada época tuvo sus materiales y colores y si aplicamos al patrimonio arquitectónico, da igual su cronología, modas y gustos actuales el resultado es su alteración estética. Difícilmente Jovellanos reconocería hoy su casa natal con los muros descarnados, llamamos Casa Rosada a un edificio que hoy es rojizo y no es de recibo el acabado que vemos en la antigua Tabacalera, en especial por sus carpinterías y el zócalo de hormigón añadidos hace poco más de un lustro.

La rehabilitación de la fachada del Palacio de los Valdés tiene el mérito de haber tenido en cuenta que el pasado tuvo colores propios, haciendo una llamada a una reflexión muy necesaria –otro tema es qué se quiera hacer– sobre la correcta recuperación de otros edificios de Cimavilla como los citados.

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