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Pienso, luego dudo

Vivimos en un país que ha pasado de ir ganando derechos y libertades a favorecer cada vez menos el sano acto de la duda, un país en el que permitirse poner en tela de juicio las premisas que la sociedad quiere imponerlos parece casi un pecado. En ocasiones desde los colegios (igualando, regulando, dirigiendo, confundiendo equidad e igualdad con fotocopia de individuos, …) desde los medios de comunicación (a veces con sus mensajes radicales, repetitivos y carentes de profundidad) nos vuelcan cada vez más a esta apatía y sumisión mental que ya parece más contagiosa que el propio virus. Nos estamos olvidando de que entre uno de los valores fundamentales de nuestra sociedad se encuentra (o se encontraba) el derecho a dudar, el derecho a cuestionar las opiniones aunque sean mayoritarias. Parece que ya apenas recordamos que en muchas ocasiones fueron precisamente las opiniones de una minoría las que contribuyeron a modificar algo que no estaba funcionando bien en la sociedad. Y algo no funciona bien cuando una parte de la población odia a otra por pensar o actuar diferente, por querer seguir teniendo el derecho a elegir lo que introduce o no dentro de su cuerpo. Y algo no está funcionando bien cuando algunos creen justificados los insultos hacia alguien que no insulta, las censuras hacia alguien que dialoga desde el respeto, el aislamiento hacia alguien que no aísla.

Nuestra cultura cada vez bloquea más y de peores maneras la expresión de esa libertad que se supone que teníamos para poner en cuestión las premisas ambiguas, y digo ambiguas porque en los tiempos que corren precisamente todo es ambiguo y dudoso. Aquel vivir consciente que parecía que ya empezábamos a vislumbrar, va quedando poco a poco en el olvido, ese vivir despiertos significaba precisamente sentirnos libres para decidir si las creencias de los demás encajan o no con nuestra manera de ver el mundo, sentirse libre para atreverse a opinar y a decir sin miedo: “ni tú ni yo tenemos porque tener la verdad última, y yo tengo derecho a dudar de tu verdad de la misma manera que tú tienes el derecho a dudar de la mía y, aun así, podemos seguir viviendo en armonía”.

Recuerdo un profesor que tuve en una asignatura de la carrera (Psicología del Comportamiento Colectivo, una pena que fuera optativa). Él se llama J.P. y al principio dude de él porque no iba vestido “como los demás profesores”. De él aprendí a comprender cómo una sociedad puede ser manipulada sin que apenas nadie se dé cuenta, aprendí sobre cómo se inician las guerras, sobre cómo se terminan, sobre como personas inicialmente bondadosas pueden llegar a cometer atrocidades en nombre de la paz (o de tu seguridad), sobre como la sumisión es muchas veces más peligrosa que la rebeldía (una persona sumisa puede justificar cualquier conducta en obediencia a una autoridad superior), de él aprendí a dudar y a opinar con libertad. Recuerdo el último trabajo de su asignatura, lo que le entregué como trabajo expresaba lo que yo creía que él quería oír. Me suspendió, y no entendía la razón puesto que me había esforzado mucho en plasmar sus ideas. El caso es que me propuso repetirlo y entonces decidí expresar lo que verdaderamente opinaba del tema, así que repetí el trabajo cuestionando algunas de sus premisas, poniendo en duda lo que él transmitía. En esta ocasión obtuve un sobresaliente y aprendí una de las lecciones más importantes de mi vida. Y es que practicar el pensamiento crítico me ha resultado enormemente útil durante estos años, aunque es cierto que en ocasiones también me ha complicado la vida, puesto que utilizar el criterio propio no es la manera más sencilla de vivir, para mí es la más plena que he encontrado, la más enriquecedora y, a nivel laboral, útil para ayudar a mis pacientes (tengo un centro de psicoterapia) a tomar en su vida los caminos que ellos realmente quieren tomar.

Dice Nathaniel Branden, en su libro “Los 6 pilares de la autoestima”: “La persona común tiende a juzgarse a sí misma por los valores dominantes en su medio social, transmitidos por sus familiares, sus líderes políticos o religiosos, sus maestros, los editores de los periódicos o la revisión y el arte popular como las películas. Estos valores pueden ser racionales o no y pueden responder o no a las necesidades del individuo

Hace falta mucha autoconfianza para permitirse cuestionar esos valores impuestos cuando chocan con las propias libertades y con los propios deseos de realizarse como persona. Me pregunto si es posible que los valores de todas las personas coincidan por completo con los impuestos, a no ser claro, que algunas personas se encuentren anuladas por la sumisión y el miedo a no pertenecer al grupo, en otras ocasiones simplemente ocurre porque esas personas tienen acceso únicamente a la información de una sola vertiente (la “oficial”). Me pregunto si el miedo y la inseguridad son capaces de generar conductas tan sumisas como para llegar a pensar que no es necesario replantearse nada ni cuestionar nada, me pregunto si ese miedo es capaz de generar individuos que pidan a gritos normas y límites cada vez más limitantes. Me pregunto cómo es posible que personas inteligentes den por sentado que tiene que obedecer a una norma simplemente porque la impone alguien que está en un rango de estatus superior, sin ni siquiera plantearse si esa norma es justa o tiene algún sentido (Stanley Milgram resolvía esta cuestión en sus estudios sobre el comportamiento de la obediencia a la autoridad y su famoso experimento)

La conformidad con el grupo no es respeto ni solidaridad, sentirse “protegido” a veces supone vivir enjaulado (en una jaula de oro pero, en definitiva, en una jaula). Ser “popular”, comulgar con la opinión mayoritaria muchas veces es incompatible con el respeto a uno mismo. Que los demás nos respeten no garantiza que nosotros nos respetemos a nosotros mismos, es más, a veces, los demás no nos respetan ni nos entienden y, sin embargo, nosotros sí nos respetamos profundamente. Si para complacer a los demás tengo que fallarme a mí misma, me van a disculpar pero prefiero decepcionar estrepitosamente a quienes pretenden que les complazca.

Citando nuevamente a Nathaniel: “La verdadera autoestima es cómo nos sentimos con nosotros mismos cuando no todo va bien. Esto significa cuando nos reta lo inesperado, cuando los demás discrepan de nosotros, cuando nos quedamos sin recursos, cuando el abrigo del grupo ya no puede protegernos de las tareas y riesgos de la vida, cuando hemos de pensar, elegir, decidir y actuar y nadie nos orienta o aplaude. En estos momentos se revelan nuestras premisas más profundas”

Según esto, alguien con una inestable o “falsa autoestima” (aquella que solo se sustenta cuando todo va bien y los demás nos aplauden) es una persona tremendamente manipulable, que actuará más guiada por no sentirse excluida del grupo mayoritario que por los propios valores.

Y es que respetarse a uno mismo es quizás el mayor acto de valentía que existe, y la mayor garantía de una vida plena y consciente. Ahora bien, cada persona tendrá su propia manera de entender ese autorrespeto, y tomará diferentes decisiones para vivir acorde a él. Matizo esto porque también es lícito elegir el oro de la jaula, no todo el mundo cuenta con recursos para renunciar a los barrotes y su decisión es igual de respetable que la decisión contraria. Confío en que de la misma manera en la que en el pasado la habíamos ganado, volvamos a recuperar esa libertad de la que hablaba al principio, esa libertad que nos permita volver a respetar y a respetarnos, volver a aceptar y a aceptarnos.

Pienso, luego dudo (sin culpa y sin miedo), y no necesito licencia para ello.

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