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La cámara retrata la pantalla

La exposición «Reflejos de fantasía interactiva», exhibida en el Gamelab-09 en Gijón, registra el impacto cultural y social del mundo de los videojuegos

La cámara retrata la pantalla

2 Juan Carlos Gea

El pasado miércoles, la ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, abría Gamelab-09, la quinta edición de la Feria del Ocio Interactivo, proclamando bajo la piedra neoclásica de la Universidad Laboral una frase con vocación igualmente lapidaria: «El videojuego es ya una de las artes». Poco después, los periodistas Juan José Millás y Vicente Verdú y el creador de videojuegos asturiano Gonzo Suárez ponían sobre el tapete de una animada mesa redonda cuestiones como el estatuto cultural del videojuego, la interactividad como rasgo distintivo de lo contemporáneo o la capacidad del lenguaje de los videojuegos para abrir una «nueva interpretación de la realidad». Son cuestiones todas ellas de gran calado teórico, abiertas al debate de los especialistas. Pero lo que nadie parece discutir a estas alturas es que el videojuego ha dejado de ser una referencia mediáticamente asociada a lo psicopatológico, lo delictivo o lo subcultural para convertirse en «industria cultural». Y quizás en cultura: en un repertorio de símbolos que troquela miradas y es objeto, él mismo, de otras representaciones que han ganado ya la prestigiosa consideración de alta cultura. De arte.

Así se dejó ver en las dos exposiciones fotográficas que han flanqueado las actividades de Gamelab-09 desde el vestíbulo del teatro de la Ciudad de la Cultura. El inquieto Gonzo Suárez está detrás de ambas. Mientras que en «Creadores del siglo XXI» él mismo retrata a los artífices de la aún breve historia del videojuego español -de la que él forma parte-, en «Reflejos de fantasía interactiva» ha actuado como comisario de una muestra colectiva en la que ha recabado la colaboración de destacados nombres de la fotografía artística y publicitaria española. Su propuesta fue clara. Y exprés. «Resolver en veinte o treinta días una serie de ocho fotografías en las que se dejase ver de alguna manera el impacto social o cultural de los videojuegos», comenta Suárez, que encabezó él mismo la selección con la hermosa -y emblemática- fotografía que sirve de cartel a la exposición: una niña que mira con pasmo algo que sucede en su Nintendo DS mientras ignora los caballitos de feria en los que monta.

A partir de ahí, cada autor ha tomado una opción completamente distinta: narrativas, conceptuales, sociológicas, poéticas, irónicas. Pero en todos los casos queda claro, mediante su «reflejo» en otro medio, el enorme impacto que ha tenido en nuestros códigos simbólicos ese universo de «fantasías interactivas» que ya ha desbordado las pantallas de ordenador y televisión para infectar el cine. O, en este caso, la fotografía. Un medio relativamente joven que sólo muy recientemente ha conquistado su equiparación a la pintura y a la escultura como arte y que se enfrenta a este otro medio recién llegado.

Quizás el mejor ejemplo del modo en que el videojuego ya condiciona lo que ven nuestros ojos sean las fotografías de Carlos Gilera, que descontextualiza y aísla elementos urbanos en los que aparece iconografía familiar para cualquier «ocioso interactivo». Es un juego de desplazamientos parecido al que la fotografía sostuvo con la pintura abstracta, cuando la cámara encontraba en un vulgar muro con desconchados o una vieja puerta efectos que remitían a Pollock, a Rothko o a Motherwell, porque los ojos ya habían absorbido sus obras. Del mismo modo, sólo un jugador del clásico «Arkanoid» puede convertir una pared de ladrillos en un «pantallazo» del juego. O sólo alguien que haya visto caer piezas del «Tetris» al cerrar los ojos después de horas de inmersión puede verlas también, pero con los ojos abiertos, en el juego geométrico de una fachada. Y lo mismo para el «Pac-Man», el «Pang», los «Space invaders», el arcaico ping-pong electrónico, detectado en un trozo de asfalto?

El mismo desplazamiento de símbolos, pero provocado casi siempre mediante construcciones o escenografías, sustenta la obra de Nati Martínez, que con ingenio exquisito remite al mundo de los videojuegos desde el mundo real (una escalera y una gorra roja: «Mario Bros»; una antena bajo un avión que despega: cualquier «matamarcianos» de primera generación; unos nichos de cementerio pintados con oes y equis: aún con mando de videoconsola). En un registro parecido, Pedro Montesino busca el impacto mediante el uso de un elocuente registro publicitario, que juega con las contradicciones y con los comentarios ácidos (el dibujo de un mando de videoconsola reproducido con palitos y conchas, un escalador deportivo concentrando su esfuerzo en una pequeña DS, unas manos cubiertas de sangre agarradas al mando de la Play).

El gijonés Manuel Vicario asume un juego de apropiación y funde lenguajes -fotografía, cómic, literatura, cine negro y videojuegos- para construir con primor técnico un breve relato jocoso en el que un asesino acaba buscando relajo agarrado, desde una butaca a la pistola de su videoconsola. Y si Vicario se acerca al cómic humorístico, Isabel Tallos se lleva al terreno de la poesía y de su personal discurso artístico en torno al caos y al orden un clásico como los «Lemmings», cuyas interminables procesiones reconstruye con seres humanos en alucinantes paisajes de parafina.

Finalmente, Luis Fano se centra, más que en lo que sucede dentro de la máquina, en lo que su pequeña masa provoca fuera de ella. Una Nintendo DS puesta en manos de quien (hasta ahora) permanecía ajeno a su seducción provoca contrastes con lectura social profunda, escenas desconcertantes o de humor tierno. Sobrios paisanos de un pueblo extremeño, «Marus» bajo los secadores de la peluquería, señoras con canario o una niña vestida de primera comunión cuya actitud ante la microconsola deja algo bien claro: los videojuegos pueden o no ser arte, pero son ya parte de nuestra cultura.

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