La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El bosque sumergido del inconsciente

Los ecos de otras vidas que resuenan dentro de nosotros

Escultura subacuática de Jason de Caires Taylor.

Cierro con una anécdota personal la pequeña trilogía junguiana que he venido escribiendo en las últimas semanas. Hace un par de años, durante una memorable sesión de ouija, una entidad burlona aseguró que en la primavera de 2015 esta nadadora inexperta que suscribe se encontraría buceando a pulmón libre en el bosque sumergido del lago Traful. Conocemos como profecía autocumplida a aquella que nos obliga desde el inconsciente a transitar los lugares a los que nunca habríamos llegado con el deliberado concurso de la conciencia. Hay geografías previsibles que aguardan su cita con la vigilia y otras, enigmáticas, que nos esperan agazapadas bajo la misteriosa piel del acto fallido, la cenagosa luz del principio de muerte o los disfraces de un sueño que siempre nos devuelve a nuestros monstruos. No obstante, ninguna de las placas que se mueven en el interior de mi mente, rompiendo continentes y desplazando fuegos, arboledas y rostros, ha insistido lo suficiente como para arrastrarme hasta ese fantástico lugar de la Patagonia argentina donde una arboleda de cipreses comparte con las truchas su tumba de agua.

Es verdad que a lo largo de estos tres últimos años he buceado en algunos mares y hasta he dejado que algún otro mar -porque todos somos un mar- buceara dentro de mí y localizara, acaso, bajo el cielo cobrizo de la tarde, la ciudad sumergida de mi inconsciente. Ninguna metáfora más sugerente para expresar esa panza de iceberg que subyace a la reducida punta de la vida consciente que la de la ciudad. Amante de la arqueología, Freud elige Roma para sugerir esa amalgama de tiempos que subyacen en nuestro interior: "en la vida psíquica -dice el genio vienés- nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás. Todo se conserva de alguna manera y puede volver a surgir en circunstancias apropiadas, como por ejemplo, mediante una regresión lo bastante profunda. Tomemos como ejemplo la evolución de la Ciudad Eterna. Supongamos que Roma no fuese un lugar habitable sino un ente psíquico en el cual no hubiera desaparecido nada de lo que una vez existió y donde junto a la última fase evolutiva subsistieran todas las anteriores. Esto significaría que en el Palatino habrían de levantarse aún, en todo su porte primitivo, los palacios imperiales y el Septizonium de Séptimo Severo, que las almenas del Castell Sant´Angelo todavía estuvieran coronadas por las bellas estatuas que las adornaron antes del sitio por los godos, o que no fuera preciso demoler el Palazzo Caffarelli para poder ver de nuevo el templo de Júpiter capitolino en su forma primitiva, ornado con antefijos de terracota. Nuestro intento podría parecer un juego vano si no tuviera la intención de mostrarnos cuán lejos nos encontramos de poder captar la complejidad de la vida psíquica mediante una representación descriptiva ingenuamente temporal y topológica."

Palimpsesto o block maravilloso, el inconsciente no sólo se comporta como una grabadora incansable que lo conserva todo sino que es capaz de barajarlo según una lógica absolutamente ajena a la de la conciencia. La ciudad eterna de nuestra vida psíquica, por tanto, nunca podría asimilarse a una ciudad real sino a la suma de todos los tiempos que la atraviesan. Nunca, tampoco, hablará a sus intérpretes con la sencilla elocuencia de un resto arqueológico si no que se colará por las fallas de nuestro comportamiento y nuestro lenguaje dejando aflorar, como los cipreses sumergidos en el lago Traful, únicamente algunas ramas.

En 1966, durante una estancia en la Universidad John Hopkins, en Baltimore, adonde había acudido como conferenciante, Lacan mira el tráfago de la ciudad a primeras horas de la mañana, cuando "todavía no ha despuntado el día", y resucita para nosotros la vieja imagen de la ciudad freudiana: "el inconsciente -escribiría más tarde- es Baltimore al amanecer". Entre Roma y Baltimore, entre Freud y Lacan, media un cambio de paradigma o, lo que es lo mismo, una forma distinta de ver el mundo. Freud está fascinado por la historia y habla del inconsciente en términos históricos. Lacan está fascinado por la lingüística e imagina el inconsciente como el centelleo de la lengua en la superficie discontinua del habla. Jung, por su parte, habría abrazado ambas imágenes, Roma y Baltimore, y las habría sumergido en el mar de un inconsciente colectivo del que el psiquismo individual no es más que una ocurrencia concreta. Para la psicología junguiana, cada uno de nosotros lleva dentro una ciudad sumergida dentro de una ciudad sumergida mucho más amplia. La ciudad que hay en usted, la ciudad que hay en mí, son para Jung como un punto luminoso en el seno de una metrópoli inconcebible cuyas misteriosas hilaturas y conexiones nos exceden y nos traspasan. Que dentro de nosotros resuenen los ecos de otras vidas o que podamos intuir lo que pasará mañana no son sino manifestaciones de nuestra pertenencia a una ciudad superior en la que el pasado y el presente no son dimensiones contradictorias y donde el aquí y el allí pueden estar entrelazados, igual que dos partículas que, para seguir el discurso de la vanguardia científica, entablaran una relación de resonancia cuántica. El yo no es más que un punto en la trama del inconsciente colectivo, de tal forma que no es raro que "existan en mi alma cosas que no hago yo, sino que ocurren más allá de mí y tienen su propia vida."

Quizá por eso, por su tenaz obsesión con poner las partes en relación con el todo, Jung está asistiendo a un renacimiento que podemos constatar un día y otro, a propósito de nuevos paradigmas holísticos que, como la teoría junguiana, intentan buscar una explicación a nuestro papel en el cosmos desde la teoría de los campos morfogenéticos, la teoría de cuerdas, la fascinante postulación de los multiversos o los enigmas de la mecánica cuántica. Todos ellos entienden la existencia como una compleja red de redes en la que las cadenas causales se hunden en un auténtico abismo de mares inexplorados.

Cada uno de nosotros lleva dentro las arquitecturas secretas de una ciudad eterna, el parpadeo de las primeras luces en el amanecer de Baltimore, los hilos que delatan que cualquier historia ajena sucede también en los telares de desconocidos de nuestro cuerpomente.

A lo largo de estos últimos tres años la vida no me ha llevado a las aguas del lago de Traful, allí donde un espíritu burlón, o quizá un camarada achispado por el vino, predijo que me encontraría buceando en la primavera de 2015. No obstante, he podido vivir la apasionante aventura de bucear en mis propias aguas. Y puedo jurarles que no cambiaría por nada ese viaje interior que todos debemos hacer antes de que el tiempo sepulte para siempre esa ciudad y ese bosque singularmente nuestros que el tiempo no repetirá nunca, igual que las aguas que nunca se repiten en los ríos de Heráclito.

Háganse a su mar y, si es posible, cuéntenlo, llévense a la boca la esponja y el lirio y pregunten a su corazón por el estallido originario, porque, como escribe Héctor Berenguer, "tal vez algún espejo perdido copie nuestras miradas y nuestras huellas, al fin, se reconozcan".

Más allá de nosotros, como me advierte mi amiga Chantal Maillard, "las cigarras seguirán celebrando el verano".

Compartir el artículo

stats