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El infortunado caso del único militar fusilado por adherirse al 34

La apertura de toda la documentación sobre un consejo de guerra en Oviedo que en su época tuvo enorme repercusión nacional muestra que el sargento Vázquez fue condenado a muerte como escarmiento: simpatizaba con la revolución, pero no tuvo papel relevante alguno

Dibujo realizado a partir de una foto de la época del sargento Vázquez, en el centro, rodeado de guardias civiles, abandonando la sala de la Diputación, hoy palacio de la Junta, donde se celebró el consejo de guerra . Pablo García

Cuando sucedieron los hechos revolucionarios de octubre de 1934 en Asturias, pocos fueron los militares encausados por adherirse, dado el carácter de sublevación obrera que revistió el movimiento. En este contexto, destaca, sin embargo, el caso del sargento Diego Vázquez, único militar condenado a muerte por rebelión y fusilado durante la II República, en el periodo previo a julio de 1936. Numerosos prohombres republicanos, tanto presidentes (Alcalá-Zamora, Azaña, Lerroux) como ministros de la Guerra (Gil Robles, Diego Hidalgo), citan el suceso en sus memorias. En su momento también despertó gran interés en la prensa. La reciente apertura de la documentación guardada en los archivos relativa al expediente 19.654, causa n.º 17 del Juzgado Militar n.º 1 del Ejército de Operaciones de Asturias, ha permitido acceder a los antecedentes del caso, la declaración de testigos, los escritos del fiscal y la defensa y todas las actuaciones del consejo de guerra sumarísimo. El carácter simbólico que tuvo la ejecución llamó la atención de Carlos Monasterio Escudero, catedrático de Hacienda Pública de la Universidad de Oviedo, que estudió sus pormenores. Fruto de esa investigación es un artículo para los números 113 y 114 de la “Revista Española de Derecho Militar”, donde puede consultarse en toda sus extensión y del que aquí se publica un extracto.

Diego Vázquez Corbacho nació el 27 de enero de 1908 en Ceuta y se alistó como corneta con 15 años en enero de 1923, comenzando su carrera militar en el Regimiento de Infantería Extremadura 25, de guarnición en Algeciras, donde asciende a cabo en 1926, siendo destinado posteriormente al Grupo de Fuerzas Regulares n.º 3 de Ceuta, en junio de 1928, donde es promovido a sargento en abril de 1930. Después de varios servicios de destacamento en Chauen, Baz-Tazza y otras posiciones, en febrero de 1933 es destinado al Regimiento de Infantería Pelayo 3, de guarnición en Oviedo.

Es en este último destino donde se producirían los sucesos que llevaron a su participación en la Revolución de Octubre de 1934, su condena por rebelión militar en consejo de guerra sumarísimo y su ejecución, en el patio del Regimiento de Infantería Pelayo 3.

El sargento Diego Vázquez Corbacho tiene el triste privilegio de ser el único militar condenado y ejecutado por rebelión militar durante la vigencia de la II República, en el periodo comprendido entre su proclamación y el golpe militar del 18 de julio de 1936.

Aunque la extensa documentación judicial permite conocer lo fundamental de la participación del sargento Vázquez en la revolución, quedan abiertas algunas incógnitas que no es posible desvelar con los datos de que disponemos. Una es la relativa a su salud mental durante la etapa en Oviedo. No sabemos qué sucedió para que un militar que durante los diez años anteriores no sufrió ningún arresto acumulara en menos de año y medio aquí nada menos que cinco entre febrero de 1933 –nada más llegar a su nuevo destino– y julio de 1934 (cuatro de 30 días y uno de 15 días), por diversas faltas en el servicio.

Los hechos

Su participación en la revolución, según confesión del propio reo, se inició con el contacto previo con los trabajadores del diario socialista “Avance”, en el café “Pasage” (sic) que frecuentaban y en la redacción. El tener noticia por Amador Fernández, administrador del periódico y sindicalista del SOMA, del alzamiento preparado para el supuesto de que la CEDA entrara en el Gobierno, accede a unirse a él y se ausenta del cuartel de Pelayo el día 4 de octubre, llevándose una pistola.

A partir de ahí, recibe órdenes, que obedece, de ponerse a la cabeza del ataque a la Fábrica de Armas de Oviedo (por orden del Comité revolucionario y, en concreto, de Bonifacio Martín, Dutor y otros), y luego de hacerse cargo de los prisioneros del instituto, para ser utilizados como parapetos humanos en el ataque al cuartel de Pelayo (por órdenes del mismo comité). Tras conocer la disolución del primer comité revolucionario, se entrevista con Teodomiro Menéndez, rechazando su propuesta de ser presidente de un nuevo comité. Marcha luego a Sama, donde según manifiesta por designación del comité integrado por Dorino Piquero, como presidente, y otros, asume el mando de las fuerzas de Campomanes, en los momentos finales de desbandada del intento revolucionario y huida de los comprometidos.

Su intervención no es continua y es dudoso hasta qué punto se contaba con él o se le asignaba un papel relevante. Aparte del hecho de que el primer día de la revolución estuvo a punto de ser fusilado por los revolucionarios con los que tuvo el primer contacto, al no conocerle nadie y enterarse de que era un sargento del Ejército, es llamativo que él mismo dice en su declaración que algún día “no tuvo intervención alguna dedicándose a pasear por las calles de la población” y que las misiones que se le encomendaron fueron siempre tras dirigirse él a los sucesivos comités a recibir órdenes, y no por ser buscado por ellos.

Finalmente, en la última etapa no es advertido ni auxiliado por los dirigentes de la insurrección, que sí habían planeado su huida y usaron para ella el dinero obtenido en el asalto al Banco de España. Al derrumbarse la revolución y tras pasar por Sama, Ujo y Mieres, la única ayuda que recibe antes de ser detenido son cien pesetas con que le auxilian unos jóvenes de Pola de Laviana a quienes pide ayuda.

De la documentación judicial se desprende que hay una coincidencia sustancial entre los hechos relatados por el sargento Vázquez y la declaración de los numerosos testigos de la causa, con escasos matices.

La única discrepancia entre la declaración del reo y la de algún testigo se produce respecto a los detalles de su participación en el ataque al cuartel de Pelayo el día 11 de octubre. Frente a la declaración del cabo Mauro Blanco de haberle visto lanzar un cartucho de dinamita contra la avanzadilla del cuartel, el sargento Vázquez lo niega y argumenta además que no conoce el manejo de la dinamita. Como en otro careo el acusado reconoce haber podido amenazar a Isidro Maraña Suárez, parece que su testimonio goza de cierta credibilidad.

En suma, lo esencial de su participación en los sucesos revolucionarios estuvo relacionado con el ataque a la Fábrica de Armas, la conducción de prisioneros desde el instituto hasta el cuartel de Pelayo, para ser utilizados como escudos en el ataque y, junto a otros revolucionarios, el registro de la casa del capitán Lechuga, de cuyo domicilio se llevó unas botas.

En su escrito inicial, el fiscal en su calificación provisional acusa al sargento Vázquez de un delito de deserción –art. 290 del Código de Justicia Militar (CJM)– y otro de rebelión militar, en concepto de jefe (art. 238.1 del CJM), solicitando para él la pena de muerte, sin mayor argumentación de su petición, por entender que referirse a los hechos concretos no es necesario en esa calificación provisional.

Donde se encuentra el núcleo de la acusación es en el escrito presentado ante el consejo de guerra, donde se traslucen algunos aspectos del proceder profesional y la ideología del fiscal Acedo Colunga que en años posteriores se verían reiterados.

La calificación del fiscal

En primer lugar, deja patente su concepción de la justicia militar, señalando que “aquí no nos importa más que la justicia; una justicia que tendría acogidas de piedad, sinó estuviera necesitada de ofrecer notas de escarmiento” (sic).

Sigue el escrito acusatorio señalando que debe llamar la atención sobre la manifiesta importancia de este caso y aquí el fiscal se pregunta a sí mismo: “¿Por la calidad del procesado? No. El sargento Diego Vázquez Corbacho, aunque haya creído en algunos momentos de rebeldía en sus dotes napoleónicas, es –con los respetos que inspira su actual desgracia– la pintura viva del voluntario corneta”.

Sin embargo, después de considerar de forma tan menguada el valor militar del acusado, que sigue siendo la pintura viva del corneta que ingresó al Ejército con 15 años, el escrito acusatorio hace un completo giro, para poder tener una base mínima para pedir la pena de muerte, según el artículo 238.1 del CJM, que exigiría que el imputado fuera al menos un jefe relativo, que de acuerdo con la doctrina del Tribunal Supremo (TS) debía haber sublevado una unidad o al menos haber actuado de modo continuo como jefe de un grupo militar.

Todos los aspectos negativos que pueden darse en contra del derecho de defensa pueden verse en este caso.

La elección del defensor (que no sabemos si fue sugerido o iniciativa del procesado) no parece muy adecuada, puesto que escoger un oficial de la Guardia Civil, el teniente Pedro Martínez García, suponía un hándicap añadido, dada su pertenencia al cuerpo militar que más duramente sufrió en octubre de 1934 los ataques revolucionarios, con numerosas bajas en la multitud de cuarteles asaltados. A dos meses de la revolución, defender con entusiasmo al reo seguramente era algo difícil de pedir a un oficial de este cuerpo militar.

Una defensa desastrosa

Una vez concluido el sumario, y formulado escrito de acusaciones por el fiscal, se traslada junto a la calificación fiscal al defensor el 19 de diciembre de 1934, dándole un plazo de cinco días, para presentar escrito de defensa.

De los cinco días de plazo, el defensor utiliza menos de la mitad y el 21 de diciembre responde, planteando una defensa de la que, reproduciendo su párrafo inicial, puede sacarse una conclusión clara sobre el tono argumental: “De los delitos de Traición Militar y Rebelión, es acusado mi defendido; delitos que aparecen manifiestos y comprobados no solo por las manifestaciones del procesado, si no también por las de cuantas personas deponen en el sumario. El señor fiscal en sus conclusiones provisionales define acertadamente los delitos cometidos por mi defendido” (sic).

Del resto, solo argumenta a favor del procesado un posible trastorno mental, sin mencionar detalladamente los indicios que hubiera podido alegar, solicitando la prueba de que sea reconocido por facultativos psiquiatras, para comprobar este extremo. A partir de aquí, el ejercicio de la defensa mantiene el mismo tono de laxitud.

Fue notificada la negativa a la práctica de la prueba el día siguiente a la petición, a pesar de que existían numerosos testimonios e indicios de que el reo podría padecer un trastorno mental, tal como declaran en la causa numerosos testigos. El capitán Gerardo Albornoz, uno de los prisioneros en el instituto, además de afirmar que “sacó la impresión de que Vázquez no está en pleno uso de sus facultades”, señala que vio cómo no solo no maltrató a nadie, sino que con su intervención evitó la muerte de algunos prisioneros.

El teniente Joaquín Jiménez Patallo, su inmediato superior, declara que “este individuo carecía de voluntad propia, es decir, que era, como suele decirse, del último que llegaba”, además de otros hechos que apuntan en la misma dirección, como es que, desde que recibiera un golpe en la parte posterior de la cabeza dos años antes, dio pruebas de que su estado mental no era el normal (lo cual concuerda con los sucesivos arrestos sufridos en su nuevo destino). El defensor no solo no utiliza estos argumentos en una nueva petición, sino que ni siquiera recurre la denegación de la prueba ante el auditor, como hubiera podido hacer.

En la vista del consejo de guerra, después de declarar dos testigos propuestos por la acusación, el defensor se adhiere a la petición del fiscal de renunciar a interrogar al resto de testigos propuestos, que eran claramente favorables al acusado. Finalmente, condenado a muerte por el consejo de guerra sumarísimo su defendido, no interpuso recurso alguno contra la sentencia en el plazo hábil.

Debe recordarse que según la doctrina del TS, en ningún caso se llegó a imponer la pena en su grado máximo a los jefes y oficiales que sublevaron la tropa a sus órdenes y que todos los condenados como adheridos a la rebelión, en virtud del artículo 238.2 del CJM, lo fueron a penas de prisión de duración variable, pero nunca a la pena de muerte.

Además, en virtud de la misma doctrina del TS, porque algún día, según propia manifestación, estuvo “paseando por las calles” y no cumpliendo ninguna labor revolucionaria, no puede achacársele servir de modo continuado y no esporádico a los fines de la rebelión, lo cual haría que la figura aplicable al delito fuera la de auxilio a la rebelión, que contempla el 240 del CJM. Si en los alegatos del fiscal y la propia sentencia se admite la total sinceridad de la confesión del procesado, su participación no continua en los hechos revolucionarios debía gozar de la misma credibilidad.

Por último, para la apreciación de las circunstancias atenuantes y agravantes el artículo 173 del CJM establece que deberá tenerse en cuenta “el grado de perversidad del delincuente”. Una mayoría abrumadora de testigos, en especial los capitanes de Infantería Albornoz, de Artillería Buylla y de Carabineros Mota, declaran que la actuación del sargento Vázquez les salvó de ser ejecutados, tras su huida de la prisión en el instituto, riesgo de muerte del que tenemos constancia por otros testimonios presenciales de la época.

Aparte de lo anterior, su negativa a formar parte del segundo comité revolucionario y la escasa trascendencia del resto de hechos concretos que se le imputan (amenazas de palabra a algunas personas y robo de unas botas en el domicilio de un capitán) parece que suponen argumento suficiente para haber recurrido el fallo del consejo de guerra, máxime cuando el recurso ante el Supremo hacía muy probable que la revisión del Alto Tribunal no hubiese mantenido la máxima pena, como sucedió con otros condenados a muerte por los sucesos de octubre de 1934, como el teniente Gabriel Llorens, de la Guardia Civil, que había colaborado con los revolucionarios.

El fallido indulto

La posibilidad de un indulto tras la sentencia también naufragó. En el ambiente político que rodeó al consejo de guerra hemos de distinguir entre el clima político general en los dos meses y medio posteriores a los sucesos revolucionarios, hasta la celebración del consejo de guerra el 3 de enero de 1935, y las relaciones personales y políticas concretas existentes entre el presidente de la República (Niceto Alcalá-Zamora) y el presidente del Gobierno (Alejandro Lerroux), los dos actores políticos que tenían que tomar la decisión del indulto.

En cuanto al clima político general, la gravedad de los sucesos revolucionarios hizo surgir una importante corriente, especialmente entre las fuerzas de la derecha política, contraria a lo que se denominó el impunismo y solicitando penas ejemplares. Esta corriente antiimpunista estaba en las calles de Oviedo, donde se produjeron los sucesos más graves y sabemos por un testigo presencial que, a mediados del mes de octubre, la población pedía en la calle se fusilase allí mismo a los revolucionarios que veía pasar detenidos.

Este clima contra el llamado impunismo debió sin duda ser percibido por el consejo de guerra, que se reunió en la sala de subastas de la Diputación Provincial, situada en lo que hoy es la sede de la Junta, el Parlamento regional, a pocos pasos de los principales edificios destruidos durante la revolución. En las memorias de Gil Robles se alude ampliamente al clima antiimpunista y se señala claramente que después de sofocar el Ejército la intentona revolucionaria, era necesario aplicar enérgicamente la ley, sin recurrir al indulto de la pena capital, en los casos en que esta recayera en los principales implicados. Dedica también Lerroux notable atención en sus memorias al caso del sargento Vázquez, relatando que para él representó un conflicto espiritual.

Antes de que llegara al Consejo de Ministros la pena de muerte del sargento Vázquez para dar el enterado, se habían celebrado los juicios por la sublevación de la Generalitat de Catalunya, donde habían sido condenados a muerte por rebelión militar, en consejo de guerra sumarísimo, el comandante de Ingenieros Pérez Farrás, jefe de los Mossos d’Esquadra, a los que sublevó, y el teniente coronel Ricar. Ambos fueron indultados, a iniciativa del presidente de la República.

Después de estos indultos, promovidos por Alcalá-Zamora, se producen los juicios de Asturias y Lerroux relata que llevó el asunto del sargento Vázquez al presidente de la República, añadiendo que sus sentimientos y su espíritu de justicia se alzaban contra la desigualdad de trato. Para él, fue Alcalá-Zamora quien no quiso salvar la vida del infortunado sargento.

Como desenlace del choque de personalidades políticas, el presidente de la República no quiso ocuparse del, para él, caso menor de un indulto no revestido de “trascendencia histórica y supremo interés nacional”. El presidente del Gobierno quiso poner a prueba el sentido de la justicia del presidente de la República, pero sin proponerle directamente el indulto. El resultado final fue que, en el caso del infortunado sargento Vázquez, el Gobierno transmitió el enterado por telegrama, recibido en Oviedo el 31 de enero, a las 21 horas, comunicándolo inmediatamente al reo, que fue puesto en capilla y con el plazo acortado de doce horas, entregado al pelotón y fusilado a las 9.05 del 1 de febrero de 1935, en el patio del cuartel de Pelayo. La conclusión de que la concesión de indultos tenía como motor principal el deseo de no indisponerse con grupos y fuerzas políticas relevantes se comprueba cuando el mes siguiente al de la ejecución del sargento Vázquez el Consejo de Ministros concede el indulto a Ramón González Peña, considerado el generalísimo de la revolución, junto a diecinueve condenados más a la pena de muerte.

Las conclusiones

En la conducta del acusado, aparte de su simpatía hacia el movimiento revolucionario, nada hay que pueda imputársele como agravante de la mera adhesión. No existen delitos de sangre ni conductas de crueldad, más bien se reconoce muy ampliamente su trato humanitario y su conducta protegiendo del fusilamiento a diversos oficiales prisioneros, tras la huida de su prisión en el instituto de Oviedo. Lo más grave que puede atribuírsele son amenazas a algún prisionero y el robar unas botas del domicilio de un capitán. El que unos hechos probados de tan escasa magnitud pudieran conducir finalmente a la máxima pena debe atribuirse a tres factores principales. En primer lugar, su defensa casi inexistente, a cargo de un teniente de la Guardia Civil, que por su ausencia de conocimientos jurídicos no hizo uso de ningún argumento de los que ofrecía la jurisprudencia del TS, unido a su pertenencia al cuerpo que había sufrido las bajas más graves, que seguramente era un lastre para defender con entusiasmo, a dos meses de producidos los sucesos revolucionarios, a un implicado en ellos. Tampoco se recurrió el fallo del consejo de guerra, apelando al Tribunal Supremo, donde es difícilmente creíble que pudiera confirmarse el fallo del consejo de guerra. En segundo lugar y seguramente de modo fundamental, la dureza acusadora del fiscal, que en unas ocasiones magnifica de modo exagerado el papel e importancia militar del acusado (un mero sargento, que actuó siempre siguiendo órdenes de otros) y en otras reconoce de modo palmario su insignificante papel militar, trasluciendo su verdadera concepción de la justicia como escarmiento, puesta al servicio de una determinada visión ideológica. En tercer lugar, el propio acusado, desde el mismo principio, declara de modo absolutamente sincero su simpatía por el movimiento y da cuenta de todas sus acciones durante los sucesos revolucionarios. Hubiera sido fácil presentar los sucesos bajo un prisma exculpatorio o incurrir en omisiones, pero el reo actuó con una franqueza absoluta, que no fue tenida en cuenta y aceptó con admirable estoicismo el resultado del consejo de guerra. Una vez producido el fallo, el enfrentamiento entre el presidente de la República, que había indultado a los jefes militares que ostentaron la máxima responsabilidad en la sublevación de Cataluña, porque se trataba de casos de “trascendencia histórica y supremo interés nacional”, entendió que el de un sargento era un mero asunto de disciplina y no un tema de su incumbencia. Por su parte, el presidente del Gobierno, enfrentado políticamente al de la República, lamentó el caso, pero no intervino para remediarlo. La falta de sintonía entre ambos impidió que se llegase a un indulto que parecía obligado, si se compara el papel menor de Vázquez y sus acciones con el de otros oficiales y políticos que intervinieron en la rebelión de octubre de 1934, en Cataluña y Asturias, con la máxima responsabilidad, y fueron todos ellos indultados. Como escribió el padre del sargento Vázquez en una carta, preguntándose las razones de la muerte: “Nadie pudo tachar a mi hijo de criminal ni de ladrón [...]. Fue en todo momento un hombre. Seguramente esa fue su mala suerte. ¿O fue porque era sargento y en España solo la justicia es para los sargentos?”.

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