Así están viviendo los vecinos de Soto de la Barca (Tineo) la demolición de la central térmica que ocupó los terrenos de su antiguo pueblo

“Llevo tres meses con un nudo en el estómago por ver como ahora se tira todo, después de ver poner la primera piedra", lamenta un vecino de la localidad tinetense

Paco y Pilar  Iglesias en la zona donde se construyeron la casas de Soto de la Barca tras la llegada de la central térmica.

Paco y Pilar Iglesias en la zona donde se construyeron la casas de Soto de la Barca tras la llegada de la central térmica. / D. Álvarez

“Llevo tres meses con un nudo en el estómago, sin ganas de comer, porque después de ver poner la primera piedra, tener que ver ahora como se tira todo y sentir los bombazos de las voladuras…”. Sin poder evitar emocionarse, cuenta Paco Iglesias, vecino de Soto de la Barca (Tineo), cómo está viviendo todo el proceso de la paulatina desaparición de la central térmica del Narcea, que comenzó a funcionar en 1965 y en diciembre de 2018 se solicitó su parada definitiva y cierre.

Paco Iglesias, junto a su hermana Pilar Iglesias, son dos de los ocho vecinos del antiguo pueblo de Soto de la Barca que se quedaron en la localidad tinetense tras la llegada de la central térmica, que supuso la destrucción completa de la localidad primigenia. Recuerdan que su casa estaba en la zona en la que se levantó la torre de refrigeración. Ahí se concentraba el grueso del núcleo rural que contaba con 13 casas y dos de ellas tenían bar, tienda y hospedería. El resto del terreno que ocuparon las numerosas infraestructuras de la central eran las fincas conocidas como La Veiga y al final de ella estaba otro grupo de seis casas, próximas al puente que llevaba al pueblo de Santianes, que recibían el nombre de La Ponte y también desaparecieron.

Paco Iglesias en la zona donde estaba su antigua casa y el resto del pueblo de Soto de la Barca, antes de la central.

Paco Iglesias en la zona donde estaba su antigua casa y el resto del pueblo de Soto de la Barca, antes de la central. / D. Álvarez

“Delante de mi casa había un prao precioso y veíamos el río, bajaba la gente de Tineo a bañarse al río y a pescar, era precioso, pero venía la tecnología y había que avanzar”, rememora Pilar Iglesias. Cuando llegó la revolución de la central térmica al pueblo, ella y su hermano eran adolescentes y recuerdan las múltiples reuniones vecinales que se celebraron para exponer a los vecinos lo que supondría la llegada de la industria y también las reticencias de los mayores a abandonar sus casas y sus terrenos.

“La gente no quiere dejar lo poco o mucho que tiene, además de aquella éramos un montón de personas en las casas y se preguntaban a dónde iban a ir todos”, rememora. En su casa, conocida como La Panadera (nombre que venía de su bisabuela que amasaba pan, gracias a que la zona era muy buena productora de trigo, y utilizada las hogazas como moneda de cambio para conseguir otros productos), eran nueve integrantes y aunque reconoce que la vida de entonces era dura, donde todos tenían que trabajar y arrimar el hombro desde muy pequeños, asegura que tuvieron una infancia feliz.

Paco Iglesias recuerda que por esa casa y los terrenos propiedad de la familia que pasó a ocupar la central térmica, su abuelo recibió 680.000 pesetas. Parte de ese dinero le sirvió para rehacer el hogar familiar unos metros más arriba de la antigua ubicación, vivienda que aún se mantiene y en la que siguió residiendo con su familia Paco, el mayor de los tres hermanos.

Pero a pesar de poder mantener el arraigo a su pueblo natal, en una nueva casa, abandonar el asentamiento primitivo fue un duro trance para la familia. Pilar Iglesias recuerda que sus padres no querían ir a vivir a la casa nueva y se aferraban a mantenerse en la vieja: “Fue un disgusto ver como se tiraban las casas, pero a la vez también estábamos asombrados al ver la maquinaria que entraba en el pueblo”. “A la gente mayor le costó, pero la llegada de la central dio mucha vida a la zona, pudimos hacer mucho dinero, porque lo que había antes era la miseria”, añade Paco Iglesias.

La mayor parte de los vecinos vivían del ganado y de lo que daba la tierra. En las casas había entonces cinco o seis vacas y era muy conocida la huerta y los frutales del pueblo, esencial para la economía de las familias, que vendían lo que cosechaban en el mercado de Tineo. Entre los cultivos, era muy apreciado el de la vid, con viñedos que se extendían por toda la ladera frente a la localidad y cuya producción se utilizaba para el consumo propio de las casas. Además, las minas de carbón ya daban trabajo a algunos hombres del pueblo.

La llegada de la central térmica supuso ver convertirse a Soto de la Barca en una pequeña ciudad. Su construcción dio trabajo a la mayoría de vecinos de la zona e incluso llegó gente de fuera de Asturias. Así que para dar cabida a toda la mano de obra que necesitaba la industria se creó un poblado con todo tipo de servicios de ocio, pero también una escuela, un supermercado o un consultorio médico. “Teníamos de todo, piscina, club social, cine… Una película se estrenaba en Oviedo y al día siguiente ya la veíamos aquí”, recuerda Paco Iglesias.

En su familia, prácticamente todos estuvieron vinculados a la central. Su padre fue el encargado de los barracones y ayudante del servicio médico y con sus buenos contactos consiguió que sus dos hijos entrasen a trabajar en la central, donde se prejubilaron. También Pilar comenzó a trabajar vinculada en la central, en su caso fue por un tiempo y en la residencia construida para dar alojamiento a los ingenieros. Luego se casó, con un vecino del pueblo, Manuel Menéndez, y trabajó en el bar restaurante familiar que emprendió su familia política cuando comenzó a funcionar la instalación, el único que sigue activo hoy en día en la localidad, La Casera.

Pilar Iglesias ante el bar restaurante familiar, con la central al fondo.

Pilar Iglesias ante el bar restaurante familiar, con la central al fondo. / D. Álvarez

“La central nos dio mucho, mi marido también trabajó 13 años allí, pero hubo que trabajar muchísimo”, enfatiza. Esa vinculación hace que ahora, al ir viendo como desaparece se vuelva a convertir de nuevo en un proceso doloroso: “Me duele mucho ver como se acaba y me gustaría ver que dejan algo de empleo para los jóvenes de la zona”.

Pero antes de ver derruir la instalación, ya tuvieron que asistir al abandono del poblado. “Se desentendieron de él, ni lo limpiaban”, cuentan. De hecho, Paco lleva por allí a sus ovejas para quitar algo de maleza. Denuncian que ese deterioro acabó atrayendo a ladrones: “Es día sí y día también que entran en las casas, está todo abierto porque fueron rompiendo puertas y ventanas y nos da mucha inseguridad”.

Precisamente, la empresa Naturgy cedió el poblado al Ayuntamiento y para una parte del mismo se plantea un proyecto de cohousing. Además, la compañía también anunció que las 7 hectáreas que ocupa la central se cederán a las administraciones, que promoverán la construcción de un polígono.

Mientras tanto, el próximo 29 de febrero continuarán las voladuras en la central térmica para demoler la caldera del grupo 1, un silo de cenizas y un silo de escorias.