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Dieta mediterránea

El otro día escuché a una importantísima señora catalana defendiendo en una emisora de radio una curiosa iniciativa consistente en solicitar que la cocina mediterránea sea declarada por la Unesco patrimonio universal de la humanidad. Lo hacía con el empeño digno de la mejor causa y con tal fervor que sus contertulios, al principio algo escépticos, acabaron proclamando -alguno de ellos a voz en grito- la impostergable necesidad de que todo el aparato exterior del Estado y las autonomías se ponga, de inmediato, manos a la obra para que ese sueño se convierta en realidad sin mayor dilación.

Está claro que hay mucha gente que aún no se ha enterado de para qué deberían servir los organismos especializados del entramado de Naciones Unidas. También le da a uno la impresión, en cuanto llega a ciertas regiones españolas, de que abunda en ellas el prohombre que piensa que no hay otra ciudad, cultura, equipo de fútbol o grupo de paisanos mejores ni más listos que los que albergan los límites de su término municipal. Cuando unes lo uno y lo otro, acabas articulando una iniciativa de ese calado.

Aprovechando mis contactos, me he puesto al habla con diversos puntos del planeta para recabar reacciones. En Pekín no me contestan, así que he bajado al «fast food» chino de la esquina y he hablado con Juan Li, el maître del local. Conociéndome, no se ha creído una palabra de lo que le he explicado. Para cubrirse las espaldas, por si acaso, ha afirmado, rotundo, que donde haya un suculento bol de arroz y un rollito primavera, que se quiten las supuestas bondades del aceite de oliva, el pan y el pimiento verde. Vuelvo a casa un tanto confundido y telefoneo a Maputo. Esta vez tengo suerte. Mi interlocutor, muy pasional como buen africano, ha estado a punto de comerse el teléfono por la ira. Para él, nada mejor que la yuca, el plátano frito y los frijoles como elementos indispensables de una buena dieta. Y si no, me grita, compara el culo de nuestras mujeres y el de las catalanas. Algo de razón parece llevar, me digo mientras me apresuro a colgar el teléfono. Dubitativo, marco un número de Colombia. Llamo a una conocida cocinera cartagenera, buscando un hablar algo más dulce que el de mi amigo Tochukwu. Le comento la noticia y me recuerda lo bien que me sentaron aquellos tiempos en que desayunaba arepas, me atiborraba de pan de maíz y bebía guarapita para amenizar los recitales de ballenato. No digas más, le comento.

Tomo un respiro y reflexiono. Me planteo llamar a la UNESCO, pero me da miedo. La cosa en el mundo está tan revuelta y las declaraciones tan a la orden del día, que no se descarta que la iniciativa tenga éxito. Para calmarme, me pongo un platito de gofio canario, que no será mediterráneo, pero está buenísimo.

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