El señor Rajoy parece haberle tomado gusto a las frases contundentes. Perpetró una tremenda en el Congreso de los Diputados achancándole al presidente del Gobierno una traidora -y permanente- complicidad con ETA. Y ha vuelto a golpear sobre el mismo hierro a propósito del acuerdo de la Audiencia Nacional denegándole la prisión atenuada a De Juana Chaos, que está siendo alimentado a la fuerza durante su segunda huelga de hambre. En este caso, ha dicho que esa resolución judicial le ha proporcionado «una de las mayores alegrías de estos últimos años». Desconozco cuáles son los criterios personales del señor Rajoy respecto de la alegría y de la felicidad, pero no los supongo muy distintos de los míos, ni de los de cualquier otro ser humano normal. Los acontecimientos que nos proporcionan esas pasajeras sensaciones de euforia y de bienestar suelen tener una relación directa con la salud, el dinero, el amor, como se cantaba en aquella famosa copla. Y cualquier clase de éxito en uno de esos terrenos nos embarga de un sentimiento de plenitud satisfecha, en una forma casi automática, al margen de que el particular temperamento de cada uno lo atenúe o lo exagere, según los casos. La felicidad -dicen- es imposible de disimular. Por eso mismo, no acabo de entender cómo el señor Rajoy ha querido incluir en su colección particular de momentos especialmente felices un acontecimiento que, visto desde fuera, parece bastante siniestro. El señor De Juana Chaos, que había sido detenido en Madrid en enero de 1987, fue juzgado años más tarde por su participación en una serie de atentados terroristas en los que fallecieron dieciocho personas (todas ellas militares) y resultaron heridas otras cincuenta y ocho. Fue condenado, en 1995 y 1999, de acuerdo con el Código Penal franquista de 1973 (que le resultaba de aplicación) a un total de 433 años de prisión, de los cuales sólo tendría que cumplir un máximo de 30. Debería haber sido puesto en libertad, gracias a los beneficios penitenciarios que la ley concede a todos los reclusos, en febrero de 2005, sólo 18 años después de su detención, pero otro juez de la Audiencia Nacional, ante la alarma social creada por su liberación inminente, encontró la excusa para prolongarle la prisión acusándole de pertenencia a banda armada y de amenazas terroristas, por dos artículos de prensa publicados en «Gara». Yo he leído esos dos textos, y al margen de la consideración moral que me merezca el señor De Juana Chaos, no he visto en ellos nada que se parezca a lo que dice el juez, salvo que queramos considerar material delictivo mucho de lo que se publica en los periódicos, o se oye en las radios, todos los días. Si el pueblo y la clase política propugnan una mayor dureza contra las acciones terroristas, refléjenlo con claridad en las leyes. Pero torcer el sentido de las leyes, so pretexto de reparar las insuficiencias de la propia norma, roza la arbitrariedad. Antes que De Juana, otros parecidos se acogieron a los mismos beneficios y nadie dijo nada. El asunto, por las consecuencias y por el triste espectáculo del enfrentamiento político y judicial, más parece para preocuparse que para alegrarse.