Síguenos en redes sociales:

Corazón de feldespato

A principios del siglo pasado el escritor norteamericano Elbert Hubbard describía al auditor típico como «un hombre más allá de la edad madura, flaco, arrugado, inteligente, frío, pasivo, reacio a comprometerse, con ojos de bacalao, cortés en el trato pero al mismo tiempo antipático, calmado y como un poste de concreto o un vaciado de yeso; una petrificación humana con corazón de feldespato y sin pizca de calor de la amistad; sin entrañas, pasión o humorismo. Por fortuna, nunca se reproducen y, finalmente, todos ellos van a parar al infierno».

¿Queda muy lejos aquella definición? Yo creo que sí. Hoy, si me permiten, sólo mantendría del estereotipo la inteligencia. Hasta el género mayoritario ha cambiado a consecuencia de la feminización del éxito por las exigencias académicas de las multinacionales de la auditoría.

Inicialmente el trabajo del auditor era detectar fraudes. Un profesional solitario como el descrito por Hubbard, que ha dado paso a los modernos equipos de trabajo, con tareas planificadas en función de los riesgos, con severos controles de calidad y en permanente formación.

En la actualidad los medios informáticos permiten realizar con facilidad multitud de trámites en masa. También presentan ciertos riesgos, que hay que evaluar y prevenir. Un ejemplo: estos días se hacía público un fraude millonario a la cadena de supermercados norteamericana Supervalu, que alteró la cuenta bancaria usada para los pagos a un importante proveedor, ante un simple correo electrónico, que se demostró falso.

También he podido leer la noticia de unos directivos públicos a quienes la justicia catalana, tras el informe de su Sindicatura de Cuentas, imputaba por malversación. Resulta que la empresa Ferrocarriles de la Generalitat había sufragado un millonario plan de pensiones, exclusivo para 16 ex directores, que les permitió repartirse 3,22 millones de euros. Así, disfrazado como «premio a la dedicación y permanencia», dando la apariencia de fondo complementario de la Seguridad Social, se ocultó «la verdadera naturaleza, que no era otra que la retribución dineraria en su condición de altos cargos».

No es de extrañar que el papel de los auditores, públicos y privados, cobre importancia. Muchas convocatorias de subvenciones obligan al beneficiario al envío del informe de un auditor de cuentas revisando la regularidad de la actividad financiada, cuya factura será también un gasto subvencionable. La Unión Europea lleva unos años exigiéndolo para la justificación de multitud de acciones, como los proyectos de investigación o los cursos de formación, que ven reducida así la documentación justificativa. La práctica más habitual es que el beneficiario receptor de la subvención designe libremente al profesional colegiado que considere más oportuno, pero con sometimiento a las normas de control financiero de la Administración concedente. Incluso el reglamento que desarrolla la ley general de subvenciones faculta para la creación de un registro específico de estos auditores en la Junta Consultiva de Subvenciones, que no se ha constituido.

Tampoco deben ocultarse estas auditorías. El Tribunal Supremo ha condenado recientemente al Consistorio de Madrid a entregar a los grupos de la oposición política un informe de auditoría sobre determinadas actividades de un instituto municipal de formación. ¿Qué decía el informe? Pues que los cursos no habían sido impartidos y que se falsificaron las firmas de los supuestos asistentes, por lo que se abrieron diligencias penales. Una compañía auditora había recibido el encargo de revisarlo y enviar su informe al Ministerio de Trabajo, que subvencionaba los cursos, a su vez, con fondos europeos. Por tanto, la auditoría era propiedad del Consistorio y debió distribuirla también a la oposición, dice la sentencia.

Como se puede ver, no es infrecuente que dinero público time a dinero público. Pocos quieren reintegrar una subvención no empleada y se utilizan los más diversos ingenios. Aquí el papel de los auditores debe ser implacable, aunque no es la panacea, ya que su labor se centra más en el «diagnóstico» que en la «prescripción».

Como contrapunto a tanta irregularidad, el día 5 de noviembre pasado, el presidente Sarkozy, pocas horas después de regresar del Chad con las cuatro azafatas españolas y los tres periodistas franceses, celebraba el 200.º aniversario de la fundación por Napoleón del Tribunal de Cuentas de Francia. En su discurso declaraba su prioridad en la lucha contra el fraude: «Cada responsable de un servicio público, de una Administración, deberá presentar un plan de lucha contra el fraude», afirmó enérgico.

Sin embargo, la declaración más profunda de ese aniversario era la renuncia al empleo «exclusivo» de las políticas de austeridad, que si no se complementan con reformas inteligentes, según su opinión, no reducen duraderamente el déficit y la deuda: «El racionamiento contable del gasto trae desorden al Estado, aumenta los despilfarros y agrava el déficit en lugar de reducirlo». Hay que reconocer que este Sarkozy tiene su punto.

Aunque a veces la austeridad es irremediable, como cuenta la prensa madrileña revelando que el Ayuntamiento de El Álamo suspende pagos, y sus 200 empleados, que no cobran, convocan concentraciones todos los días. Total falta de liquidez y quiebra real: una situación imposible si se aplicase la legislación presupuestaria y contable. Más extraño aún resulta que la «auditoría pública por excelencia» (o sea: la ciudadanía) no se escandalice ante tal caso y reclame medidas urgentes ejemplificadoras. Ello con el fin de que cuando otro Ayuntamiento sintiese la tentación de maquillar los presupuestos (ya sea incluyendo ingresos ficticios o gastando por encima de lo presupuestado) pudiera un interventor, con corazón de feldespato, alertar, cual soldado americano: «¡Alcalde, acordaos de El Álamo!».

Antonio Arias Rodríguez es síndico de Cuentas del Principado.

Pulsa para ver más contenido para ti