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La maldad, un error cuyo ángulo no conocemos

Soy de los que todavía piensan que el mundo es un lugar pacífico y armonioso donde nadie es malo voluntariamente ni tiene la inclinación natural de hacer el mal. Tengo esa convicción, y pueden llamarme iluso o cosas peores si quieren, pero les aseguro que lo paso fatal cuando leo que hay personas como Josef Fritzl, ese monstruo que tuvo siete hijos con su hija Elisabeth, a quien mantuvo encerrada en zulo durante 24 años. Me cuesta entenderlo, no consigo aceptar que alguien elija deliberadamente hacer el mal y el resultado es que no paro de darle vueltas pensando si la maldad será natural, innata, instintiva, producto de un trauma o voluntaria, consciente y decidida de forma deliberada.

En principio, procuro razonar por mi cuenta, pero cuando ya estoy harto de darle vueltas recurro a los libros con la esperanza de que los escritores, los psiquiatras o los filósofos aclaren mis dudas. El resultado es demoledor porque no sólo no consigo aclararme, sino que como suelo encontrar opiniones opuestas o, incluso, contradictorias, acabo frustrado y más confundido de lo que estaba. Así que procuro olvidarlo y no vuelvo a darle más vueltas hasta que aparece otro monstruo. Que, por desgracia, suele ser con frecuencia y con un desenlace trágico que supera a los anteriores.

El recurso a los libros me llevó esta vez a Fernando Pessoa, quien en un apunte del «Libro del desasosiego» señala que en las personas hay un error cuyo ángulo no conocemos. Me quedo con eso, me parece más acertado que decir, como dicen algunos, que la crueldad es uno de los sentimientos más naturales del hombre, lo cual explicaría que ni el peor de los sádicos quiera hacer el mal por el mal sino que lo hacen porque, al parecer, gozan con el sufrimiento que imponen a sus víctimas. Pues vaya consuelo; imagino que a las víctimas les dará igual que quien las maltrata lo haga por el mero hecho de hacerlo, porque siente mucho placer o porque, como decía Nietszche, cada uno actúa como puede y no le es posible actuar de otra manera.

La cuestión es que, por más que leo y más vueltas que le doy, no salgo del atolladero; sigo sin saber si la maldad puede surgir en cualquiera de nosotros de forma espontánea e incontrolable o es algo que esta ahí y se ejerce de forma deliberada y siendo consciente de lo que se hace. Y necesito saberlo. Estoy harto de oír que, casi todos los que nos parecen monstruos, según sus vecinos y la gente que les conoce, son buenos padres de familia, buenos trabajadores y ciudadanos que, aparentemente, hacen vida normal y nadie podía imaginar que cometieran atrocidades.

Lo más cómodo, desde luego, sería afirmar que el ser humano es un ser imperfecto, nacido en pecado y agresivo por naturaleza. Una interpretación así haría que nos sintiéramos tranquilos y libres de toda culpa. Pero las respuestas que lo explican todo no suelen explicar nada. Por eso sigo buscando el origen de ese error cuyo ángulo no conocemos. Busco que alguien confirme, de una vez por todas, que es cierto lo que decían los filósofos racionalistas, que lo único que persigue el hombre es el bien. Que no es verdad que si nos comportamos de forma civilizada es únicamente por el entrenamiento que nos proporciona la cultura. Que la acción malévola y el daño al prójimo no están al acecho y en espera de que las motivaciones humanas o los avatares de la vida les den la oportunidad para manifestarse. Sería terrible que fuera así. Que todos lleváramos dentro, desde muy niños, ese poso de maldad que si no sale a la superficie es porque tenemos cuidado de no removerlo y de echarle encima unas gotas de aceite del bueno. Prefiero creer que esos monstruos son producto de un error cuyo ángulo no conocemos. Que los malos, al fin y al cabo, son buenos con mala suerte. Sé que me engaño pero prefiero engañarme a la nausea de aceptar lo evidente.

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