Lo que más me gustaba, aunque supusiera una auténtica adversidad para la economía familiar, si entonces existía alguna economía, era que me rompiera un termómetro al moverme bruscamente o sin darme cuenta. La única diversión en aquellos días interminables de cama y destemplanza, aparte de la plastilina y de un pequeño abecedario enmarcado en un plástico amarillo, con el que formaba nombres propios y palabras que me sonaban, pero cuyo significado desconocía (qué extraña es la vida, hoy domino con más destreza y confianza las palabras comunes que los nombres personales).

Las bolitas de mercurio -ahora sé que se llama así en homenaje al dios romano protector de los ladrones y de los rapaces, de los mercaderes y las mercancías- se escabullían, furtivas y escurridizas, multiplicándose milagrosamente por los terraplenes que yo construía con las sábanas y mis piernas en ángulo. Después de la pequeña bronca y disgusto, mi madre me decía que jugara con ellas con cuidado, pero que no se me ocurriera meter los dedos en la boca, pues podía envenenarme y morir. Tiempo atrás uno podía morirse por cualquier cosa, con cualquier movimiento, a la menor desobediencia y al mínimo pecado.

Eran tediosas las mañanas en que no iba a la escuela -por más que lo de ir a la escuela no fuera plato de gusto, ya que si no me caía la bulla, me tocaba una hostia-. Me entraba impotencia y ansiedad cuando sentía pasar a mis amigos, voceando, repasando la tabla de multiplicar o los huesos de las extremidades; cuando llegaba el panadero y todas las vecinas charlaban con el monedero apretado debajo del sobaco, mientras pedían la barra, el bollo muy hecho o la pancha poco cocida. Me parecía estar cautivo y como muy lejos de la realidad, ajeno a la existencia, al oír cacarear a las gallinas o el ladrido de los perros. Lo mismo que la melancólica luz del exterior que, través de la ventana, se filtraba como un recuerdo, como claridad muy antigua, tal vez por el temor de no volver a disfrutarla nunca más si la enfermedad persistía y se complicaba y me llevaba al otro barrio. Hace unas décadas los temores y las aprensiones, las intimidaciones y los peligros eran tantos como los minutos del día o los días del año.

El olor del cocido de lentejas o de repollo o de berzas inundaba la casa a partir de las diez, justo cuando asomaba el practicante con aquellas inyecciones de hígado que me tensaban hasta el último músculo y despedían una peste a medicamento que se pegaba en las paredes. Mi madre, entre tarea y tarea, mientras fregaba el pasillo arrodillada sobre una esponja o sacudía las alfombras, entornando los ojos y apartando la cabeza hacia el lado contrario, se acercaba a la puerta del cuarto a cada rato a preguntarme si me encontraba bien, si seguía tosiendo tanto como de noche o me dolía el pulmón. El traqueteo y de las potas y los platos y los cubiertos también tintineaba extraño en mis oídos, como desde otra dimensión, allá en una cocina que no fuera la mía, entre los tabiques de la fiebre y el mediodía. Las tardes eran menos llevaderas aún, más lentas y pastosas, sobre todo después del sopor de la siesta, de la que despertaba sobresaltado, empapado en sudor, sin noción alguna, ignorando si era otro o el mismo día, hasta que irrumpía el frutero, a eso de las cinco, y pasaban de vuelta los compañeros de clase, a voz en grito, citándose para quedar a jugar a la roma o encontrarse en la choza, tras dejar la cartera y coger la merienda.

En ocasiones todavía las horas lánguidas de algunos domingos, las imágenes lentas de algunos meses transcurren con aquel letargo, sin décimas ni desasosiego, pero con parecido entumecimiento. Miro alrededor y me invade la sospecha de que todo lo que observo forma parte de un perfil remoto y ajeno, como perteneciente a otra fecha y a otros ámbitos. De que camino como al margen de la realidad, por encima del aire, desdoblado, como una víspera de mí mismo y su después, como las bolas de mercurio cuando rompía algún termómetro.