El pasado mes de junio se iniciaron los actos conmemorativos que organizan las parroquias de Quirós junto con la delegación diocesana de misiones con motivo del 150.º aniversario de la muerte de fray Melchor García Sampedro, hoy conocido y venerado como San Melchor de Quirós.

Siempre sentí gran admiración por la labor que muchos misioneros desempeñaron, y siguen desempeñando, por las tan diferentes y lejanas tierras del mundo. Ellos son, sin lugar a duda, el mayor orgullo de nuestra Iglesia. En un día tan especial para todos los misioneros asturianos, ya que se celebra la festividad litúrgica de su patrono, desearía resaltar la figura de este dominico que, viniendo de una humilde familia, renunció a una prometedora carrera y a un estatus social en favor de una peligrosa misión en el extremo oriente.

Hace años que peregriné por primera vez a Cortes tras los pasos de San Melchor, eso sí, no sin antes pasar por Bárzana, San Pedro de Arrojo, Cienfuegos y demás pueblos donde pasó su infancia. Mi mente se trasladó a aquella época en la que vivió (1821-1858), e imaginaba los caminos por los que tantas veces transitó de pueblo en pueblo o camino de Oviedo.

Nacido el 28 de abril de 1821 en una humilde casa familiar de Cortes fruto del matrimonio de Juan García Sampedro y de Francisca Suárez, fue el primero de siete hermanos. Al día siguiente, en la iglesia de San Esteban de Cienfuegos, fue bautizado por el padre fray Clemente Rodríguez, monje profeso de la orden de San Bernardo. En 1835, con tan sólo 14 años, marchó a estudiar a Oviedo, graduándose en Teología diez años más tarde. Poco tiempo después, quizás influenciado por el padre Morán, asturiano del condado de Laviana, o por Ceferino González, natural de Villoria, que cursaba allí sus estudios, ingresó en el convento dominico de Ocaña (Toledo) y se ordenó sacerdote en Madrid el 29 de mayo de 1847. Cuando apenas había transcurrido un año de su ordenación, el 20 de febrero de 1848, a las once de la noche, partió de la localidad toledana hacia Cádiz, donde, el 7 de marzo, se embarcó en la fragata «Victoria» rumbo a Filipinas.

Años atrás cayó en mis manos una carta escrita de su puño y letra en la que relata todas las peripecias ocurridas durante su largo viaje a las misiones. Escrita en Macao, el 20 de noviembre de 1848, en ella narra el paso por el cabo de Buena Esperanza, el peligroso temporal que les asoló en las costas de Mozambique, donde «el viento y las enormes olas hicieron de la fragata un juguete a merced de la misericordia divina», así como el clima y las costumbres que se encontró en aquellas lejanas tierras tan diferentes de su Asturias natal.

Tras cuatro largos meses, a principios de julio llegó a Singapur, donde se hospedó durante unos días en la casa de los misioneros franceses. Fray Melchor consideraba esta ciudad como el Arca de Noé, pues en ella -decía- «hay toda clase de gentes, europeos, persas, indios, chinos y malayos».

Aunque estuvo a punto de quedarse en tierra al conocer que las intenciones de sus superiores eran asignarle la cátedra de Filosofía en la Universidad de Santo Tomás, el 15 de julio partió rumbo a Manila. Nueve días después, desembarca en la bahía de Filipinas, donde se le comunica que, tal y como eran sus deseos, había sido nombrado misionero para el Tonkín. Allí permaneció hasta el 2 de agosto, fecha en la que finalmente llegó a Manila, donde de nuevo sus superiores le agasajan para que acepte «la dulce vida de catedrático».

Como su intención era ser misionero y no profesor, a sabiendas de que iba directo al encuentro con Dios, el 20 de octubre se embarcó rumbo a Macao, donde permaneció hasta que pudo entrar en el Tonkín. En esta región, una de las más peligrosas de extremo oriente y donde la Iglesia siempre fue ferozmente perseguida, estaban presentes misioneros desde el siglo XVI considerándose la orden dominica como una de las comunidades cristianas modélicas.

Fray Melchor adoptó el nombre de Xügen, que significa «río» en tonkinés y se vestía al modo del país con camisola y pantalones cortos. Incluso, en alguna ocasión, tuvo que poner una larga coleta postiza para poder suplir lo corto de sus cabellos y pasar desapercibido entre los nativos. Viajó por numerosas aldeas y poblaciones bautizando, confesando y predicando. En tan sólo un año de estancia en el Tonkín ya confesaba y predicaba en el idioma de la región. Durante los primeros años la labor misionera fue enormemente fructífera debido a que la persecución a la Iglesia quedó un poco de lado.

Debido a las cualidades de entrega, dedicación y espíritu de sacrificio, rápidamente fue nombrado vicario provincial de los Dominicos, vicario general de la diócesis y obispo coadjutor. En agosto de 1855, con tan sólo 34 años, es nombrado obispo titular de Tricomia y coadjutor del Tonkín central. Éste aceptó el nombramiento aún sabiendo que le costaría la vida, porque, a partir de entonces, la persecución a la Iglesia se volvió a recrudecer aún más.

Los cultos que celebraba debían ser por la noche, a altas horas de la madrugada y con vigilancia, porque muchos de sus conocidos ya habían sido apresados y posteriormente les habían cortado la cabeza. Incluso él ya se había librado en alguna ocasión de ser apresado. Las autoridades de la provincia premiaban a sus soldados con ascensos y dinero por apresar a misiones españoles y llegaron a salir órdenes en las que se decía que: «Que todo aquel que no pise la cruz sea degollado».

En mayo de 1858 se publicó una real orden en la cual se apremiaba a apresar a fray Melchor, quien intenta entregarse si de ese modo salva a sus seguidores pero estos mismos son quienes se lo impiden. Dos meses después, el 8 de julio, fue apresado por soldados mandarines en el poblado de Kien-Lao. El emperador Tu-Duc ordenó trasladarlo a la capital, Nam-Dinh, lo que hicieron en una jaula hasta depositarlo en el calabozo, donde se le colocaron unas cadenas en las manos y otras en los pies. Allí pasó veinte largos días rezando y pensando en su familia y en su amadísima Virgen del Alba.

Su terrible final llega el 28 de julio de 1858. Con sólo un pantalón, encadenado por los pies al cuello y breviario en mano, antes de su martirio tuvo que presenciar el de dos fieles muchachos que le acompañaban en el momento de su detención, Domingo Kiep y Domingo Kien, de 18 y 21 años, respectivamente. Tumbado sobre una manta, clavaron dos estacas junto a sus manos, dos bajo las axilas, para mantener los brazos en cruz, una en cada pie y otra a ambos lados de la cadera, para sujetar su cuerpo. Durante su martirio, y hasta que perdió el conocimiento, no paró de repetir el nombre de Jesús. Comenzaron cortándole las piernas a la altura de las rodillas, continuaron por los brazos, la cabeza y, finalmente, lo abrieron en canal para arrancarle las entrañas.

Pronto la noticia llegó a Asturias, y a Quirós, donde la familia, resignada, sabía que, tarde o temprano, ése sería su final. En Oviedo se creó una comisión para el traslado de los restos, en la que participaron numerosas diócesis de Asturias, entre ellas Covadonga, donde rastreando los libros de actas (en el Ángulo del 18 de febrero de 1889), podemos encontrar el acuerdo de destinar una cuantía, sin especificar, «para atender a los gastos que ocasione la traslación de los restos del venerable fray Melchor García Sampedro desde el Tung King a la capital diocesana».

El 28 de abril de 1889 y ante numerosos fieles fueron solemnemente recibidos los restos en la catedral de ovetense. Desde entonces se veneran en una de las capillas del templo, dedicada a Nuestra Señora de Covadonga. Beatificado por la iglesia el 29 de abril de 1951 y elevado a los altares, por Su Santidad Juan Pablo II, el 19 de junio de 1988.

Ciento cincuenta años después, Cortes, su localidad natal, acogió una solemne eucaristía presidida por el arzobispo de la diócesis, en la que seguro, más que nunca, su memoria estuvo presente entre todos los asistentes.