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La bolera

n Cuántas historias vividas en la vieja bolera de Alles que ahora se podrán repetir en Llames de Pría

Era un olor distinto del de la tierra húmeda y la hierba mojada, algo más acre, quizás, algo más seco, pero era bonito ver las primeras gotas de lluvia caer gruesas y nítidas en la arena de la vieja bolera de Alles. Olor a tierra quieta donde no crecen plantas ni hay más vida que la de los sueños de los niños que tantas veces nos reuníamos allí y de los mayores cuando competían por algún trofeo. A veces se mezclaba, cuando llovía mucho y por fin escampaba, aquel olor distinto con el olor de la piedra húmeda de las gradas, y con el de la madera en aquel pequeño cuartito que había debajo de ellas, donde se guardaban algunos bolos y los utensilios para cuidar de la bolera. Aún recuerdo vagamente aquel aroma extraño y el tacto de la madera gastada, a veces áspera y a veces suave, de aquellos viejos bolos. ¡Y cómo pesaban las bolas de madera maciza, tan grandes que parecían inabarcables para las manos infantiles! Siempre que decidíamos jugar buscaba entre todas la más pequeña, pero aun así nunca logré que la pesada bola describiera aquel arco amplio y perfecto que trazaba en manos más expertas. ¡Qué envidia sentía a veces de los que sí lograban aquella hazaña y qué grácil parecía entonces surcando el cielo en busca de los bolos!

En las fiestas del pueblo, después del viernes de la chocolatada, de la procesión y el baile del sábado, se retiraba la orquesta y llegaba el torneo de bolos. Se llenaban las gradas casi siempre y aquel juego infantil se convertía de pronto en algo serio, adulto, fascinante. La bolera se vestía de gala y la arena parecía más limpia y más brillante que otros días, con la caja más nítida que nunca remarcada por unas cintas blancas, e incluso a las estacas de metal donde se ponían los bolos les sacaban brillo. Durante todo el domingo las partidas se sucedían, y aquel día a los niños nos tocaba quedarnos fuera y observar cómo jugaban los mayores, pero el resto del año la bolera era nuestra para reunirnos y debatir a qué jugaríamos aquella tarde, para charlar sentados en lo alto de las gradas más grandes o en las pequeñas, si ésas estaban ocupadas, e incluso para jugar a los bolos.

Cuántas historias, cuántos momentos vividos allí: aún recuerdo una noche de agosto en que fuimos a ver la lluvia de estrellas y me quedé tumbada boca arriba sobre la piedra fría en la grada más alta contemplando no sé durante cuánto tiempo pasar una tras otra las estrellas fugaces surcando aquel manto de terciopelo negro. Hace mucho de aquello, sí, lo sé: las cosas han cambiado, no sé cuántos años hace que no he vuelto a jugar a los bolos y hasta la vieja bolera de Alles tiene ahora una cara muy distinta de la de mi niñez. Sin embargo, han regresado todos esos recuerdos de repente al saber que la Federación Asturiana de Bolos ha inaugurado una bolera en Llames de Pría. Es bonito ver que se sigue fomentando la conservación y la práctica de este deporte tan nuestro y que cada día hay más aficionados a él y más peñas bolísticas en Asturias. Pero una parte de mí se alegra, sobre todo, al pensar en todos los buenos momentos que pasé de niña en la vieja bolera de Alles: ojalá dentro de unos años, además de un buen número de aficionados a los bolos y algunos trofeos, la bolera de Llames de Pría esté llena también de vida compartida, de buenos recuerdos y de esas historias que nos acompañan para siempre y no se olvidan nunca por mucho que crezcamos o cambiemos.

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