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Y la tormenta se desató sobre el Vaticano

n El problema de la pederastia y cómo afrontarlo

¡Mi amado metió la mano por la hendedura; y por él se estremecieron mis entrañas. Me levanté para abrir a mi amado, y mis manos destilaron mirra, mirra fluida mis dedos, en el pestillo de la cerradura! Del Libro o Biblia El cantar de cantares

La tormenta con resultado de catástrofe que está azotando, sin piedad, el montículo del Vaticano a muchos sorprendió y otros la esperaban. En estas mismas páginas de La Nueva España la anunciamos el 7 de marzo en «Alarmas papales»: «Es normal que negras nubes como de tormenta -escribimos ese día- se ciernan sobre cúpulas de mucha altura y autoridad por autoría en unos casos y por complicidad en otros». Y nos reiteramos en lo también escrito acerca de la mucha atención ante lo que puede venir, aún «ad portas», pues de escampar, nada de nada. Bien haría el Vaticano en fichar con urgencia a un acreditado gestor en calamidades duraderas.

A quienes interesa el estudio del Poder (con mayúscula), lo que está ocurriendo, muy triste, no sorprende, ya que el Poder, como los globos, cuando se infla demasiado, explota. Lo más fascinante de la Monarquía papal o Iglesia-institución es su estructura gubernativa, que es copia viva hasta en los colores -el púrpura- del Imperio romano tardío (siglos IV y V). Que en el siglo XXI haya una institución que se gobierne como se gobernaba la Roma imperial es como una reliquia a conservar en cofres en Cámara Santa. Y, naturalmente, como en el Imperio, la curia vaticana tiene la función de burocracia o de control, como la curia imperial, evitando las «locuras» de los Papas, aunque sean locuras tan sensatas como dejar el Vaticano (todo poder humano, incluso el absoluto, es limitado). Y, naturalmente, como en el Imperio, la corrupción socava. Pretender armonizar ese maremágnum institucional con los Santos Evangelios debe ser empresa difícil, acaso tanto como querer paz entre perros y gatos. «¡Más Cristo y menos Poder!», gritan los cristófilos. De la Iglesia institucional surgen los escándalos, y ni el Judaísmo ni el Islam necesitan de ese «aparato» institucional.

Vayamos a lo de Ratzinger: ahora, doctos especialistas, de entendederas tardías, repiten que en el vía crucis de 2005 el cardenal Ratzinger habló de «¡cuánta porquería (sporcizia) hay, Señor, en tu Iglesia!». Eso ya lo escribimos también aquí, en La Nueva España, el 19 de abril de 2005, en la misma mañana del día de la elección papal de Ratzinger (fue elegido en la votación de la tarde). Aquel «rito della via crucis», en el Colosseo y celebrado el 24 de marzo de 2005, fue de una estética insuperable: las imágenes en colores de poca luz de los monumentos de la Roma Antigua se alternaban con las del Papa (Juan Pablo II, muy enfermo) que lo seguía desde su capilla privada en el Vaticano, repleta de hortensias blancas, por medio de un gran televisor instalado debajo del altar. El mayor dramatismo lo transmitían las simultáneas imágenes de la plaza de San Pedro, vacía y con oscuridad de la noche, y cuyas dos únicas luces eran la iluminación de dos apartamentos pontificios en la tercera planta del Palacio Apostólico. Con esa esplendorosa imaginería y con los cantos de la coral de la Capilla Sixtina, dirigida aquella noche por el maestro Giuseppe Liberto, se leyó aquel texto de Ratzinger.

Ese texto, de la novena Estación, ocultó otro de la segunda Estación, también de Ratzinger, incluso más importante que el de la «sporcizia», en aquella noche apocalíptica, y cuyo texto es el siguiente: «¡Cuántas veces los distintivos del Poder llevados por los poderosos de este mundo son un insulto a la verdad, a la justicia y a la dignidad del hombre! ¡Cuántas veces sus rituales y las grandes palabras en verdad no son otra cosa que pomposa mentira, una caricatura de lo que han de hacer cumpliendo sus obligaciones de ponerse al servicio del bien!». Y surgen preguntas: ¿qué dijeron aquella noche esas palabras y qué dicen ahora en plena escandalera?, ¿se refería el cardenal a los demás o a todos, incluido él mismo? En verdad, la jerarquía eclesiástica, que tiene muchos problemas a tapar, tiene uno que es por exhibicionismo: predica o habla y escribe muchísimo.

El «texto della via crucis» de Ratzinger fue como un rayo, visto y no visto. Por la alarma causada, con mucho interés se escucharon las grandes predicaciones del alemán que siguieron: la del funeral de Juan Pablo II, la de la misa «pro eligendo» pontífice antes del Cónclave, la de la misa antes llamada de la coronación papal. Nada de nada parecido a lo del vía crucis. Es más, Ratzinger, decano del Sacro Colegio Cardenalicio, ni siquiera aconsejó al cardenal Bernard Law, ex de Boston (que tuvieron que acomodarlo en el Vaticano para que los jurados norteamericanos no lo juzgaran por encubrir a pedófilos), a fin de que se «indispusiera», no predicando una de las misas de los novendiales para no provocar. Acaso pensaría el candidato a Papa, muy al humano modo, que meter en el programa electoral temas de higiene y limpieza, visto el cuerpo cardenalicio electoral, supondría una pérdida de votos -en elecciones, en cualquier elección, bien para ser Papa global o para presidente local de una Cámara de Comercio, hay que hacer siempre cosas «raritas» (discúlpeseme la equiparación si fuese grosera).

Razón tiene el portavoz del Vaticano al afirmar que es crucial la manera como la Iglesia ha de afrontar el tema de la pederastia al estar en juego su credibilidad moral. El problema, para el Papa, es muy complicado, deseando seguir llamándole bendito y Benedicto XVI, no Erratum XVI como le llamó Bernard Violet en su reciente libro. El Papa podrá negar, hablar de una conspiración, de añagazas del Diablo e, incluso, hacer insinuaciones temerarias contra el Concilio Vaticano II («Carta pastoral a los católicos de Irlanda»), pero el Papa, para su desgracia, no podrá hacer público, para defenderse, si fue un mandado del primero, siendo él el segundo, del anterior vicario de Cristo y ya venerable proclamado (Juan Pablo II). Pudiera ser verdad lo que dice el arzobispo de Westminster de que ningún otro Papa hizo lo que Benedicto contra los abusos sexuales -¡ date prisa, mucha prisa, monseñor Angelo Amato, del Dicasterio para los Santos, reiterando consejo!-. Tampoco Benedicto XVI podrá hacer pública la labor de limpieza que realizó desde su toma de posesión, que sólo recordarla estremece, siendo muy numerosos los tejemanejes con sobrinos y con las llamadas «sobrinas», que no son tales, sino otra cosa.

Nada interesa el vocerío de los fanáticos, que unos vinculan y otros desvinculan, a gritos, el celibato eclesiástico con la pederastia. El crédito habrá que reservarlo a la criminología, que es la que lo tendrá que explicar, así como determinar qué ambientes, condiciones de vida o factores criminógenos facilitan este tipo de delitos sexuales. La Iglesia misma debería adelantarse y plantear lo que pudiéramos llamar una «ecología eclesiástica», pues hay lugares, bastantes, que huelen mal.

Es innegable que la presencia de la mujer en la Iglesia, poco a poco, va en aumento, y más aumentará, aunque sólo sea por necesidad en su estrategia de durar, tan importante, haciendo de la necesidad una virtud. La fundamentación que se da -no dogmática- del celibato sacerdotal en pocos años provocará no disputas, sino carcajadas. Las resistencias serán, por supuesto, muy fuertes, fortísimas, pues hay en esto mucho en juego, estando en ello el gran tiberio de las relaciones entre sexo y religión, así como del miedo al sexo, problema muy de varones religiosos y monoteístas, sean judíos, musulmanes o cristianos (se recomienda la lectura del reciente libro «La Iglesia en el diván» del sacerdote y psicoanalista Daniel Duigou). A los defensores ardientes de la tradición hay que recordarles que la semántica de «tradición» no está alejada de las de traición y traducción (Steiner), como la semántica de «secreto» está cercana a la de excremento (Duigou). Y que quede claro, aunque sea de polémica, lo siguiente: virilizar, de verdad, de verdad, a los hombres, y, por tanto, a las instituciones como la Iglesia, sólo se puede hacer con «lo otro», con las mujeres, pues la identidad masculina la otorga «lo otro», lo femenino.

Y el Espíritu, ante lo ocurrido y lo que ocurrirá, ¿seguirá callado y pasivo? No lo creo, pues su contrincante, el Maligno o Lucifer, parece que le está ganando la partida, y eso, ganar al Santo, es un imposible teológico. Es de aconsejar en cualquier situación leer la palabra de Dios, tanto la erótica del «Canto más bello» que eso es el «Cantar de los cantares» en hebreo bíblico, como la erótica de Cristo con la Samaritana.

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