Les confieso que siempre he sentido por creador y obra una especial formalidad de afecto. Ya desde niño su figura, envuelta en una negra blusa, casi siempre de amplio bigote y recta personalidad, nos infundía respeto antes de ponernos delante de su ambulante cámara.

Los parques eran, por aquel entonces, su habitual estudio. Los árboles, el estanque, los cisnes y su fiel acompañante, el caballito de cartón, completaban su escenario. La luz del día, el fogonazo imprevisto, el trípode que sujetaba el amplio cajón y su cabeza cubierta con el amplio velo de su instantánea obscuridad eran todas sus armas de trabajo.

Unía a ello la habilidad su arte, en la mayoría de los casos heredada de sus antepasados, le daba el final retoque a una fotografía que sería, en el tiempo, uno de nuestros más hermosos recuerdos.

Se le llamaba la foto minutera y, allá por las Américas, la foto agüita, quizá por el revelado pasado por agua. Cámaras antiguas que marcaban la rivalidad en los profesionales que dominaban el engranaje de sacarnos lo más elegantes posible.

En no más de unos minutos y bajo el coste mínimo nos marchábamos llenos de ilusión llevando en nuestro equipaje de sueños nuestra primera fotografía, que la mayoría de las veces aún conservamos.

Aún se ven perdidos por alguna ciudad algunos de estos fotógrafos que siguen con su tradición de siempre huyendo de los novedosos intentos que la actualidad nos ofrece.

Hace no mucho tiempo hablé con uno, eso sí, era un joven moderno en su vestir, pero amueblado en su amor por su afición. Hoy la profesión, me dice, va condicionada y dentro de mis medios trato de cuidarla y preservarla.

En un alarde de sentimientos, añade, nos estamos quedando sin fe, tanto en el cuerpo como en el alma de las cosas. Fíjese, me decía, hace unos días me ponen una denuncia por entender que dentro de mi cajón llevaba una cámara moderna y jugaba, por mi parte, al engaño.

Estamos, como ve, acostumbrados a la trampa, ese lazo imprevisto escondido en los caminos de la vida. Lo que nos demuestra que poca gente entiende que seguimos, todavía, algunos, cultivando ilusiones, esperanzas, tradiciones y costumbres que son suficientes para llenar nuestra paz interior.

La falta de ética siempre aparece. Si bien la vamos suavizando en el deseo de respetar unas creencias que nos hacen felices y van con nuestra forma de pensar.

A los que dudan, al igual que Santo Tomás con Jesús, les ofrezco mi vieja cámara para que metan sus dedos bajo el trípode que sostiene e sentimiento de la obra que tanto amo.

Me hizo la foto que guardo con cariño. Me la regaló. Brindamos por la tradición de los viejos oficios y por las personas que miman y cuidan sus costumbres. Que se conserven.