Al contrario de lo que algunos sostienen, no asistimos a una crisis del capitalismo, sino al comienzo de su triunfo definitivo. Así es como funciona realmente este modelo. El dinero representa la gracia divina y cualquier medio que se emplee para obtenerlo está justificado. En nombre de los beneficios se promueven guerras, se explota a las personas y se destruyen ecosistemas. Todos los días vemos noticias de este tipo en los medios. Son tan habituales, de hecho, que apenas nos llaman la atención a menos que el número de muertos sea muy elevado; las condiciones de esclavitud, excesivamente inhumanas, o el desastre ecológico, demasiado extenso. Nos hemos dedicado a mirar para otro lado y a pensar que eso nunca nos iba a pasar a nosotros, pero, ¿es así realmente? ¿Estamos, de verdad, a salvo de todas estas calamidades? ¿En qué somos superiores? ¿En cultura? ¿En respeto a las leyes? ¿En protección social? ¿En economía?

Sin duda, hoy por hoy, tenemos mejor formación, pero la educación pública no es, precisamente, un valor en alza y el daño causado por dos décadas de demagogia logsera no será fácil de subsanar. Ni será sencillo devolver a los ciudadanos la confianza en una justicia politizada, tan inflexible con los que roban gallinas como considerada con los que roban millones. El espectáculo de Garzón (con su historial de lucha contra la corrupción) saliendo de la Audiencia mientras Camps (con su historial de lucha contra la corrupción) entraba a la reunión de la cúpula del PP no ha hecho ningún favor en ese sentido. Tampoco corren vientos favorables para nuestra denostada sanidad pública ni para nuestra insegura Seguridad Social ni para nuestra tambaleante economía. La distancia entre el Primer Mundo del resto se va acortando, pero no porque ellos vayan hacia arriba, sino porque nosotros vamos hacia abajo en picado.

El «Estado del bienestar» que hemos disfrutado en Europa se mantuvo durante toda la guerra fría como un escaparate destinado a convencer al mundo de las bondades del capitalismo y a alejar a las masas de las tentaciones comunistas. Ahora que ya no hace falta, se está desmontando y todas sus piezas se van vendiendo como saldo. Todos los servicios públicos de calidad, que eran su distintivo, se privatizan. La clase media pudiente, que formaba la columna vertebral de estas sociedades, está dejando de ser pudiente y pronto dejará de ser media. Cada vez los ricos son más ricos, y el resto, más pobres. Nuestros problemas actuales no son debidos a una mala coyuntura, sino al final de una época. Las desigualdades y la explotación no desaparecerán con el tiempo, sino que irán a más.

¿Hay algo que se pueda hacer para evitar que los buitres financieros engorden con los despojos de las conquistas sociales que tanto costó alcanzar? Sanear las cuentas es importante, pero antes de eso es imprescindible sanear la vida pública. La corrupción, el nepotismo, los privilegios y la incompetencia son las heridas por donde se desangran nuestras arcas. Si no acabamos con ellas, siempre estarán vacías por mucho que se les eche. Ningún grifo, por caudaloso que sea, será nunca capaz de colmar un colador. Tapemos, pues, primero esos agujeros en las arcas públicas y colaboremos después todos en volver a llenarlas. Hacerlo al revés es un sacrificio inútil y un camino rápido hacia el Tercer Mundo.