Los tiempos cambian y con ellos las actuaciones musicales, de por libre, en la calle. Ahora son variopintas, agradables y algunas insoportables.

Guardo en un bolsillo de mi memoria, siendo niño en la calle Llano Ponte, a un músico manco, que gobernaba un organillo ensamblado en un transportín tirado por un burro. Aquel cuadro, patético y ambulante, se exponía siempre delante de bares, para mostrar su limitado repertorio: un chotis y un pasodoble. El instrumento lo hacía funcionar el hombre, a manivela, que es lo requerido, y luego pasaba la gorra entre los parroquianos. Ambas cosas a una sola mano.

Tampoco olvido aquel gaitero, figura tradicional del paisaje humano de Avilés, con su arrugado sombrero, soplando en los soportales del Parche o en una esquina de Rui-Pérez, sus escenarios preferidos. Interpretaba, derrumbado sobre el instrumento, y sólo alcanzabas a ver su roja cara mofletuda, procurando aire al fuelle que produce ese histérico sonido que proporciona el histórico instrumento.

Que era personaje de película o de pintor, el tiempo me lo confirmó. Y hoy se le recuerda, inmortalizado, en magnífica pieza de bronce -de Ramón Reigada- en la cafetería Joey, en La Cámara, una calle avilesina, que -como sabrán- concentra la mayor cantidad de ópticas y perfumerías, por metro cuadrado, de España.

La cosa se fue luego diversificando y aparecieron artistas erráticos armados de saxofones, violines y otros etcéteras clásicos. Excepcionalmente surge alguno muy bueno, que dura un par de horas en una esquina. Quiero pensar que contratado por empresario de espectáculos.

Pero el hecho es que nos cambiaron los fuelles y que de la gaita nos pasaron al acordeón. Algo inusual, porque esto no es Bucarest, ni París, me parece a mí. Y hay acordeonistas (de países centroeuropeos) aceptables, alternando con otros que únicamente interpretan -es un decir- un vals facilón como exclusiva pieza de su repertorio. Si ya uno, como peatón, termina hasta la coronilla, imagínense los comerciantes, al lado de cuyo negocio se ubican los «artistas». Difícil es encontrar cristiano que lleve con paciencia un bello vals, maltratado cual pelleja macilenta.

La cosa tiene muchos acordeones y pocos bemoles, desafinados y descafeinados con una gotina de leche.

El caso es que ya no nos tocan la gaita -como instrumento, quiero decir- exceptuando Beltaines, intercélticos y demás.

Hoy puede que estemos en vísperas de que aparezcan, en nuestras calles, las «vuvuzelas» (símbolo africano de entusiasmo). Todo se andará, dependiendo de lo que hagan el domingo David Villa -y sus diez amigos- en Sudáfrica.

Igual nos tocan la «vuvuzela», con arte, y nos hacen felices.

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