Un gran amigo, médico de la sanidad pública, me preguntó días atrás si tenía la obligación de conocer toda la legislación relacionada con su profesión. La cuestión surgía a partir de una modificación legislativa que introducía cambios en los plazos de determinadas autorizaciones cuyo desconocimiento desencadenó efectos sancionadores.

El supuesto de hecho, además de interesante, es idóneo para reflexionar sobre una cuestión que aunque todos aceptamos como válida, debe ser matizada en función de la rama del Derecho desde la que la contemplemos.

En principio, la respuesta que le di a mi amigo es negativa: la ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento. Es una regla recogida en el artículo 6.º del Código Civil, y, como tal, debe ser observada.

Por deformación profesional, intenté fundamentar mi respuesta.

Le dije a mi amigo que el origen de la regla había que situarlo en el Derecho Romano y, como todas las máximas con tal anclaje, representaba la quintaesencia del sentido común precisamente porque estaba referida a una época en la que los ciudadanos se regían por un cuerpo de leyes contundente y de fácil acceso.

Añadí que su razón de ser no era tanto la obligación de que todos los ciudadanos debíamos conocer las leyes (exigencia imposible cuando estamos en presencia de una legislación motorizada en la que, además, cada nueva norma debe quedar en suspensión cautelar a la espera de la ineludible fe de erratas que se produce, a veces mucho tiempo después, y que, en ocasiones se utiliza para crear una nueva norma que supla la incompetencia e imprevisión del legislador), sino en la necesidad del Estado de derecho de que las normas jurídicas tengan general aplicación aún para aquellos que de hecho ignoren sus disposiciones.

Dicho con otras palabras, el Código Civil no impone la obligación de conocer las leyes, sino la voluntad de que el Derecho se cumpla con independencia de que sea conocido por los ciudadanos.

La regla no sólo se refiere a la ley en sentido estricto (la aprobada por el poder legislativo), sino a las disposiciones de carácter general aprobadas por el ejecutivo.

Ahora bien, como suele ocurrir con las cuestiones jurídicas, la regla debe ser matizada.

En el Derecho Penal no plantea grandes problemas. Todo el mundo sabe que está prohibido matar y robar, aunque nunca haya leído el Código Penal.

Sin embargo en otros ámbitos, el tema no es tan sencillo.

Sin necesidad de acudir a ramas específicas en las que la cuestión se complicaría (Derecho Mercantil, Derecho Fiscal) y centrando nuestra atención en el Derecho Laboral con el que, en principio, debiéramos estar más familiarizados, comprobamos inmediatamente que es materialmente imposible conocer con el detalle necesario cualquier cuestión que pueda resultarnos de interés (tipos de contratos de trabajo, servicios computables a efectos de pensión, cuantía de la pensión, etc.) al tratarse de aspectos sólo al alcance de profesionales avezados y con una gran especialización. Y ello porque el Derecho del Trabajo está sometido a continuos y radicales cambios que determinan que las normas vigentes cuando se inicia un proceso ya estén derogadas cuando se celebra el juicio y a veces sustituidas por otras, de tal manera que se da una yuxtaposición de normas y situaciones que lo hacen impenetrable al común conocimiento.

¿Es aplicable sin más en esta rama del Derecho la regla que nos ocupa?

La regla es irrenunciable, pero seguramente habría que matizarla cuando estemos en presencia de derechos sociales propios del Estado del bienestar cuya gestión se encomienda al Estado.

Como afirma algún autor (Borrajo Dacruz), los beneficiarios han de desplegar para el reconocimiento de sus derechos y para el cumplimiento de sus obligaciones una diligencia ordinaria pero no más. Es a la Administración a la que corresponde un deber reforzado de diligencia y su gestión debe estar inspirada en el principio de atención y cuidado al ciudadano que justifica la existencia y el coste de la propia Administración.

Estos principios son extrapolables al Derecho Administrativo en el que el caos legislativo no es comparable porque, al menos, mantiene una cierta estructura técnica, pero sí se ve afectado por una proliferación de normas cuyo conocimiento queda reservado en la práctica a los funcionarios y a los operadores jurídicos especializados.

Además -y ésta es la cuestión nuclear- pesa sobre la Administración el deber de «respetar en su actuación los principios de buena fe y de confianza legítima».

Ciertamente tanto la buena fe como la confianza legítima son conceptos más fáciles de sentir que de definir pero, aún así, deben conducir a excluir medidas sancionadoras para el administrado cuando se hubiera requerido por su parte una alta diligencia para evitar el incumplimiento de la norma, debiendo corresponder a la Administración suplir esa diligencia, sobre todo en aquellos supuestos en los que cuenta con todos los datos necesarios para avisar a los destinatarios de la norma y de sus modificaciones de las nuevas situaciones creadas antes de poner en marcha procedimientos sancionadores.

Buena prueba de la actuación administrativa sometida a estos principios la constituyen las alertas sobre el vencimiento de los plazos de vigencia del carné de conducir o de la inspección técnica de vehículos.

Son claras muestras de que la regla vigente desde el Derecho Romano, sin perder su sentido y fundamento, está atemperándose en parcelas concretas a las exigencias de una Administración que debe considerar al ciudadano como un cliente y no como un servidor.

Hay que tener en cuenta, por más que nos pese a la mayoría de los funcionarios, que en la Administración todavía existen reductos hostiles hacia el administrado, representados por empleados públicos distantes que interponen una barrera fría y a veces impenetrable, olvidando que es precisamente el servicio a ese administrado el que justifica la existencia de la Administración y, por consiguiente, de la función pública creada y diseñada para servirla.

En la moderna Administración ya no vale apelar a la regla que sirve de título a estas líneas para justificar una actuación sancionadora sin haber agotado previamente todos los medios a nuestro alcance para cumplir con la buena fe y la confianza legítima que nos exige precisamente la ley que nosotros mismos, por nuestra condición de agentes cualificados, no podemos ni desconocer ni obviar.

Concluía mi amigo formulándome una última pregunta también de gran interés. Si la regla «la ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento» es incuestionable, ¿lo será igualmente su hipótesis contraria, «el conocimiento de la ley exime de su cumplimiento»?

Le dije a mi amigo que en esta materia no resultaba viable aplicar el silogismo disyuntivo (ser o no ser) aunque, ciertamente, el conocimiento de la ley puede ayudar a no cumplirla o a mantener una interpretación que atenúe sus efectos.