Dice el viejo tango que veinte años no son nada, pero, quizás treinta, tratándose de un parque, sean muchos. En tres décadas caben muchos juegos, muchos arriates truncados, muchos besos robados al abrigo de las sombras, muchas huellas borradas sobre el arenón calizo de los paseos. En este año se cumplen tres décadas desde la transformación del inculto solar limitado por las calles Cataluña, Murcia, Severo Ochoa y Baleares, en el primer parque público de la populosa barriada de Pumarín, en Gijón. Treinta años dan también para tirar del ovillo de la memoria, y recuperar los recuerdos de este predio baldío, extendido como una alfombra raída a los pies del grupo de viviendas de las 1.500, y verlo convertido en asiento improvisado de verbenas estivales, campo de fútbol ocasional y territorio de caza para las más diversas tribus urbanas que habitaban en la frontera del lejano oeste gijonés.

El conocido como «prau de la Urgisa», el escenario propicio para las hazañas bélicas de la infantil tropa de los recién nacidos colegios de San Miguel y Julián Gómez Elisburu, se transformó en un oasis lúdico (bautizado años después como de Severo Ochoa), en el que los viejos colchones de lana que eran tundidos sin pudor al inicio del verano fueron sustituidos por una pléyade de juegos infantiles urdidos por la ingeniosa productividad creativa del grupo de artistas denominado colectivo G, integrado por Alejandro Mieres, Pedro Santamarta, Francisco Fresno y José de la Riera. El teatro de los sueños infantiles de los niños de Pumarín fue amueblado con un conjunto escultórico-lúdico en hormigón, complementado con juegos de madera en forma de estructuras tubulares y troncos verticales, y dos casetas, también de madera, a modo de refugio, calificados en su conjunto por la prensa de la época como de «urbanística moderna». Una apuesta arriesgada y rompedora que tuvo su correlato en más de un descalabro adolescente, y su recompensa, en forma de algún beso reparador, bajo el furtivo abrigo de «las casetas».

La estructura material del parque, diseñada por el arquitecto madrileño Juan Manuel Alonso Velasco, fue acompañada por un cierre perimetral de arbolado de sombra, entre el que desatacaban vistosos álamos, que limitan el parque por el sur y oeste, y una doble plantación de plátanos de sombra, alienados con la calle Cataluña, además de un amplio catálogo de especies ornamentales como magnolios, sauces de Babilonia, cedros o ciruelos rojos.

Pasados treinta años, al parque de Severo Ochoa le han encargado un traje nuevo que está a punto de estrenar. Un traje a medida, confeccionado para tapar los desgarrones causados por el paso del tiempo y por la reciente apertura de sus carnes para acoger en su vientre un aparcamiento subterráneo con capacidad para 382 vehículos. Desde el punto de vista conceptual, la reforma no altera mucho la concepción original del parque, en el que se mantienen los elementos escultóricos de hormigón de Pedro Santamarta y Alejandro Mieres, y la zona de juego reservada para los más pequeños, que se renueva y mejora y se desplaza al encuentro de las calles Severo Ochoa y Baleares. Su lugar es ocupado por la pista polideportiva, pensada para uso y disfrute de los jóvenes, lugar donde se emplazan también varios juegos de mesa. Los espacios para el juego de petanca preexistentes se trasladan a la zona meridional del parque, próximos a la alineación de plátanos de sombra de la calle Cataluña.

El vestido vegetal también se renueva con el saneamiento del arbolado más viejo y la introducción de nuevos pies de carácter más ornamental (tilos, abedules y arces principalmente) en los espacios delimitados por los ejes peatonales que diseccionan el parque y la implantación de vistosos parterres con llamativas especies arbustivas, que visten de color al parque y le dan un aire renovado. La reforma se completa con una renovación generalizada de los pavimentos y del mobiliario, más acorde con las necesidades de los usuarios de hoy. Un renovado jardín en el que soñar que todavía somos niños en la frontera del lejano Pumarín.