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Estatuas como silencios

Una ciudad se define por sus estatuas. Es más: las ciudades se han construido precisamente para albergar estatuas y poco más. De manera que una ciudad que no albergue estatuas en cantidad apreciable podrá ser un entramado de calles, un trajín de coches, un ulular de sirenas, una caravana de notarías y agencias de seguros pero no será una ciudad.

Las estatuas jalonan la avenida de la memoria histórica de las ciudades. Son los hitos en los que se apoya su fatiga de siglos, sin ellas nuestro pasado se desvanece y el semblante urbano acabaría reflejando la triste suerte de esos archivos polvorientos que no reciben jamás el cariño de un estudioso. Así como nuestras casas están definidas por el número y la calidad de los libros que la habitan, así las ciudades quedan definidas por sus estatuas.

Si una ciudad es guiso cocido al fuego lento de los tiempos, su ingrediente fundamental es la estatua. Pues ¿qué sabor tendría ese guiso sin la estatua? Sería un sancocho, es decir, un alimento falto de vida, rutina cocida y sin salpimentar. Es con las estatuas como se avivan los colores y se desperezan los sabores. Las estatuas son las especias sin las que todo en la ciudad se despeñaría por el barranco de la nadería. ¿Se ha pensado alguna vez que si las fuentes manan es porque quieren congraciarse con las estatuas?

Hoy, cuando ya no existen murallas en las ciudades, los elementos que las ciñen y les dan un argumento creíble son las estatuas. Y también los árboles, pero éste es otro cantar del que ya hablaremos.

¿Cómo no querer a las estatuas si sufren con las desgracias de los vecinos y se alegran cuando celebran jolgorios y se corren toros? En las ciudades con playa, las estatuas son las que prueban los peligros del mar antes de permitir el baño a los niños y a las señoras embarazadas.

Todo ello se debe a que la estatua es el mástil que sujeta a la ciudad y a sus vientos, a sus ráfagas de agua, al lloro de sus habitantes, a sus duelos y a sus sobresaltos y, encima, como alargando una limosna generosa, atenúan la melancolía de sus cigüeñas.

Dicho de otra forma, la estatua es ese tallo grueso y leñoso de toda planta seria y con ínfulas botánicas consolidadas.

Si a esto se une que a sus sombras descansan los jubilados y que soportan impasibles las cagadas de las palomas se comprenderá que nuestro respeto y agradecimiento a las estatuas sea un sentimiento que, por su calidad, bien merecería una estatua.

Por eso nos apenamos tanto cuando nos enteramos de esas noticias pavorosas que nos hablan de cómo las estatuas están siendo devoradas por el cambio climático y que la lluvia ácida está echando a perder las miradas devoradoras que gastan tantos napoleones como hay subidos a un caballo eterno y pétreo.

Pensemos con frialdad: ¿quién va a soportar los estruendos de la Historia si no contamos con el silencio de las estatuas?

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