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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

El aldeano de lengua aramea

La necesidad de que la Iglesia católica deje de considerar la homosexualidad un pecado nefando

Es absolutamente cierto eso de que la realidad supera a la ficción, aunque también es verdad que, en ocasiones, puede suceder que la imaginación y la fantasía de una mente muy trabajadora y activa tejan y construyan una historia que sacuda con violencia de huracán a quienes la escuchen o lean y consideren que resulta muy difícil de aceptar que alguien haya podido concebir un relato tan sobrecogedor. Inventar significa encontrar, hallar, descubrir, y sabido es que el inventor terco encuentra lo que busca. "Buscad y hallaréis" dicen las páginas santas del evangelista Mateo. Así que, cuando un buscador de historias inventa o descubre una de las que sacuden a cuantos se meten en ella, seguro que se trata de algo que sucedió hace siglos o está ocurriendo en varios lugares del globo terráqueo en ese instante o pasará dentro de millardos de años. Así sucede con el relato que me hizo una madre desolada acerca de su hijo adolescente, martirizado por compañeros de clase por ser gay. Todos los días a la salida del centro escolar lo seguían insultándolo por la calle con términos vulgares del rango de maricón, marica, mariquita, o con preguntas maliciosas y estúpidas como ¿De qué color es tu sostén? ¿Estás con la regla? ¿Usas tampón o compresa? Y al final le lanzaban escupitajos y se iban triunfantes y divertidos chillando como bestias. Ella no supo de semejante tortura diaria por él, sino por una vecina que presenció esa agresión verbal y los llamó cafres y ellos la abuchearon, gritándole con insolencia que fuera a lavar y a restregar los gayumbos del marido y sus bragas. Esa mujer, muy indignada, le recomendó a la madre que fuera al colegio o al instituto a contar lo que una pandilla de compañeros le hacía a su hijo a la salida, ya en la calle; pero cuando se lo comentó a él, pues no quería actuar a sus espaldas, se puso como loco, diciendo que, si hacía algo así, tendría que matarse tomándose algo para dormirse y no despertar jamás pues, de lo contrario, lo harían ellos de una manera salvaje, arrancándole la lengua con unas tenazas, como ya lo habían amenazado, en el caso de que los acusara.

La madre consiguió que la trasladaran a otra ciudad con el mismo puesto y categoría laboral y con el hijo emprendió el éxodo; pero el sacrificio de ella debido a su traslado no sirvió de nada, porque el odio irracional contra la homosexualidad es una tara expandida por todas partes. Y respecto de esta actitud criminal que afecta a demasiada gente perversa que tortura y maltrata de palabra y obra, a veces hasta la muerte, a personas por su sexualidad, hay que precisar que la Iglesia católica apostólica romana condena la sodomía, aunque no pueda, como en tiempos del Tribunal del Santo Oficio de la Santa Inquisición, arrojar a los sodomitas y a las lesbianas a quemarse vivos y coleantes en las llamas de la hoguera, y esa condena es caldo venenoso donde se cuecen los perniciosos prejuicios y repugnancias estultas, no menos maliciosas, contra esos dos colectivos de mujeres y hombres. De modo que, desde entonces a hoy, poco ha menguado la falta de respeto contra esas ciudadanas y ciudadanos que tienen una inclinación sexual diferente de la impuesta como la ortodoxa, porque, según algunos, Dios así lo quiso haciendo a Adán y a Eva varón y mujer. El mester de clerecía es muy apañado utilizando el Antiguo Testamento de la Biblia a su conveniencia; en cambio se muestra muy olvidadizo en lo tocante a que Jesús de Nazaret no sólo no demonizó la homosexualidad, sino que, con libertad y sin clandestinidades, tenía un discípulo al que amaba especialmente, y al que en los evangelios se le llama "el discípulo amado", "el discípulo al que Jesús amaba", el mismo discípulo que durante la Última Cena estuvo recostado sobre él, que lo abrazaba tiernamente; el mismo discípulo amado que se mantuvo al pie de la cruz junto a María, la madre de su Maestro, y al lado de otras mujeres, de las muchas que eran discípulas del crucificado.

Indagar si Jesús murió virgen o no y tuvo o no amantes femeninas y masculinos es propio de marujas y marujos, por lo mismo que son cotilleos muy ociosos hacer fabulaciones eróticas acerca de quién era el joven que lo seguía poco antes de que lo apresaran y que iba envuelto en una sábana y cuando fueron a prenderlo, tiró el lienzo que lo cubría y huyó desnudo.

Cualquiera que fisgonease en la vida íntima de este especial aldeano de lengua aramea y descubriera que, por ejemplo, fornicaba con María Magdalena o con uno de los apóstoles o con los doce, el hallazgo no quitaría ni añadiría nada a su Palabra, a su mensaje, a su buena nueva o noticia de que la vida puede ser mejor si imitamos la suya, ejemplar y no reformista, sino de abajo arriba revolucionaria. Por todo ello, desde la Iglesia católica debería sonar y resonar ya al fin una voz que, firme y clara, aseverase, sin tiquismiquis ni renuencias, que la homosexualidad no es un pecado nefando, sino una relación tan lícita y sana como la heterosexual, y que las parejas gays de esa confesión tienen tanto derecho como las demás a ser unidas y bendecidas en el templo por un sacerdote; pero en el caso de que ningún cura católico sea tan valiente como su Maestro, que se atrevió a romper el mandamiento del reposo sabático por algo mucho más importante como era sanar a un enfermo, seguro que encuentran a alguno que no se acobarde ante las posibles censuras y represalias porque sea verdaderamente cristiano en toda la extensión de esa palabra, y en el caso de que no hallaran a ninguno, entonces que recurran a una laica o a un laico que viva cristianamente con todo lo que eso significa de renuncias y alegrías, gozos y cruces, y si se diera la circunstancia de que tampoco hubiera ninguna ni ninguno en disposición para a ello, entonces, en un templo o en un campo o en la playa o en su casa o donde sea, que esas parejas, que se quieren, se tomen de las manos, se miren a los ojos y se dirijan a Jesús de Nazaret diciéndole que, en su nombre, se unen y se bendicen, y después que lo celebren y vivan su amor en paz y rebosantes de contento.

Los evangelios deben leerse con libertad de interpretación, con ojos libres, luteranos, llenos de fe y seguridad de que esconden una verdad reconfortante y consoladora dedicada expresamente a la lectora o al lector que la busque en sus páginas.

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