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España y ¡olé!

Tiempo de vacaciones

Como cada año -este muy diferente- el solsticio de verano marca el principio de un ritmo vital lúdico y casi todos, con algún posible, reservan sus ahorrillos para la escapada del veraneo. Es tiempo de vacaciones. Tal vez el virus no se las tome y eso nos las deje aguadas. Pero, pese a todas las prevenciones que la situación, el miedo y el retraimiento provocan, hasta se adelantó al fin del último estado de alarma un "proyecto piloto" en las turísticas islas mediterráneas, prueba evidente de que no puede quedar fuera de la recuperación necesaria un sector clave en la economía. Y es importante para el conjunto del territorio nacional, porque quienes carecen de sol y playa, se precian justamente de cultura, naturaleza o "paraísos" que costó mucho construir, asentar y difundir.

Este año no habrá masivas "hogueras de San Juan", fiestas multitudinarias, conciertos populares ni juergas por doquier. Todo será más contenido. Tal vez incluso no haya ni canción del verano, hermosa importación italiana surgida de "Una canzone per l´estate", de Fabrizio d´André, que en España se inició con "cuando calienta el sol" a principios de los 60, sucedida por muchas más, símbolo de los días relajados de holganza. Y es que, tras la tristeza, pobreza y luto de la larga posguerra civil española, una Europa renacida y en pleno auge, buscó el sol y la arena de las costas levantinas y sureñas de España, baratas y bellas, promovidas por un régimen necesitado de recursos en su apuesta por el desarrollo y la "apertura" de los "25 años de paz". El derecho al descanso anual remunerado fue un acicate para que al viaje veraniego se sumaran cada vez más todos los grupos sociales, incluso nacionales. El turismo fue una inyección, un "boom" y trajo un aire de modernidad, aunque hoy sus efectos urbanísticos en el litoral más reclamado y de masificación sean objeto de campañas en contra, sintetizadas en el "tourist go home" que claman hasta las ciudades invadidas. Pero hace seis décadas las imágenes de extranjeros en las playas y las discotecas hicieron ver que había otra realidad más allá de las fronteras y además de la transformación económica aportaron la mental, y fueron aliciente para el transporte y las infraestructuras hoteleras, aún a costa de desequilibrios.

El modelo de sol y playa, aún muy potente, ha encontrado desde hace décadas, con la asunción de las competencias por las comunidades autónomas en la materia, unas alternativas que se imponen con contundencia en los casos del turismo cultural, rural y de naturaleza. Ello ha servido para que los territorios excluidos del masivo "sol y mar" sacaran pecho cada una con lo suyo. Lo rural, el paisaje, la cultura, los monumentos, la historia, las estancias para conciertos, óperas o teatros adobados de gastronomía y visitas ganan adeptos. Cada vez más se practica un "turismo a la carta".

Pero no siempre fue así. Las noticias de peregrinos medievales, los relatos y crónicas de los viajeros no pueden confundirse con turismo, aunque ilustren el nuestro. El turista como tal -salvo rarezas de excéntricos pudientes- es un "personaje moderno". Tal vez empezó con los "viajes de salud" de balneario desde el siglo XVIII, el de las luces de una sociedad sofisticada. Ya en 1764 Gómez de Bedoya publicó "Historia Universal de las Fuentes Minerales de España", síntoma del interés por el asunto. El higienismo puso de moda los lugares termales. Al Real Sitio de Solán de Cabras (Cuenca), Las Caldas (Asturias), Solares o La Isabela (Guadalajara) se unieron otros. Ya en 1816 las fuentes minerales quedaron sujetas a legislación y cada sitio debía tener un director médico y analizar la calidad de las aguas. En 1877 se registraban más de 1.800 fuentes "minero-medicinales", gran parte en la España atlántica y pirenaica. Salvo excepciones eran instalaciones pequeñas, alejadas de las grandiosas ciudades balnearias centroeuropeas. Las turbulencias de la política española decimonónica y las deficiencias del transporte dejaban los buenos balnearios para estancias cortas de aristócratas o burgueses de postín, acompañados de familiares, amigos y sirvientes.

Con el tiempo el balneario fue sobrepasado por el denominado "turismo de la ola" en ciudades que ofrecían mucho más que un lugar recóndito. Las aguas frías y saludables del Cantábrico, la extensión del ferrocarril, junto con las lógicas influencias cerca de la realeza, convirtieron a San Sebastián y Santander en puntos de encuentro de la corte, la política y el empresariado, seguidas por otras como Gijón. Era ya un turismo de ciudad con ofertas mayores, aunque limitado a los poderosos y su séquito. Incluso se inauguró la publicidad para atraer visitantes, como demuestran las sociedades propagandistas del Clima y Embellecimiento. El sur de España se puso también en marcha.

Paralelamente se despertó el interés por la naturaleza. El excursionismo, la montaña, la bondad de la vida campestre pusieron de moda la preocupación por la conservación. La pionera Ley de Parques Nacionales (1916) fue impulsada por el marqués de Villaviciosa y propició la creación del "Parque Nacional de la Montaña de Covadonga" y de "Ordesa y Monte Perdido" los dos primeros de los 15 actuales, un reclamo permanente.

Si la Primera Guerra Mundial, de la que España quedó libre, pareció favorecer la economía, la inestabilidad social fue en aumento. Y para colmo la mal llamada "gripe española" se abatió sobre el país en un aciago 1918. "El 15 de mayo la pradera de San Isidro bullía por las fiestas"; poco después la brutal pandemia atenazó la ciudad. "El miedo se apoderó de la población, provocando situaciones dramáticas como el aislamiento social y la estigmatización de la enfermedad". Hubo cuarentenas, mascarillas, cierres de escuelas, teatros y centros de culto, muertes por hambre. Desde el verano de 1920 el problema sanitario desapareció dejando una secuela terrible.

En la dictadura de Primo de Rivera, saliendo del marasmo, se vio al turismo como un recurso económico más, que de paso cuidara el patrimonio histórico artístico. Una idea largamente demorada se materializó en 1928 creándose la Junta de Paradores y Hosterías del Reino y la Red de Paradores Nacionales de Turismo, potenciada en la década siguiente con la instalación de alojamientos de calidad y rehabilitación de monumentos que de otro modo desaparecerían. De los más de 100 de la actual Entidad Pública la mitad son monumentos históricos. Su ejemplo fue seguido por numerosos países y ningún gobierno de los habidos desde su creación pudo obviar este conjunto.

Volviendo al principio, desde los 60 del pasado siglo XX el turismo de masas cambió la fisonomía de las costas españolas, provocó destrozos ciertos, pero se convirtió en un factor de ingresos de primer nivel. Hace ya tiempo que los gustos han dado un giro y los entornos culturales y naturales son la preferencia de la mitad de los visitantes. El turismo no decae, se diversifica.

Ahora, este año de crisis sanitaria, se está potenciando el turismo nacional, además de mantener en lo posible el extranjero. Ante el miedo a las llegadas de gentes de otros lugares "más castigados por la pandemia", bien están las medidas de prudencia, relegando, claro, fobias innecesarias que son perversas. Muchos pueblos y ciudades despertaron gracias a una actividad que, preservando la salud, debe ser tratada con mimo y encauzada con tino. Tal vez hasta haya una canción del verano.

[Ana Moreno Garrido (2007). Historia del turismo en España en el siglo XX. Madrid: Síntesis; Franco Torre. "Memoria de la gripe que fue española sin serlo". LNE, 4 de abril de 2020]

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