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José Antonio Díaz Lago

El precio de los Presupuestos

El debate de una ley económica con una fuerte carga política

El precio de los Presupuestos

Amilcare Puviani, economista italiano famoso por acuñar el concepto de “ilusión financiera”, decía de los Presupuestos públicos que son “una región oscura, misteriosa, llena de sorpresas para la gran masa del pueblo, para la prensa, para muchos profesionales ajenos a estas lides e incluso para la mayor parte de los legisladores”. El exdiputado Miguel Roca, hoy exitoso abogado, iba más allá y sostenía, en el calor de una discusión y en una suerte de anticipación a los avances tecnológicos actuales, que “sería mejor que algunos parlamentarios fueran sustituidos por muñecos con mando a distancia o que las sesiones se celebraran por teléfono”.

La elaboración de los Presupuestos suele venir precedida de extensos documentos, llenos de palabras técnicas con apariencia de gran importancia: planes, programas, actividades, objetivos; documentos y más documentos cuya lectura resulta farragosa y cuya relación con los Presupuestos que luego se aprueban y no digamos con los resultados suele ser escasa, aunque dan apariencia de verosimilitud a los poco avisados.

Pero ¿de verás es tan difícil esto del Presupuesto? Recurramos a los clásicos. J. A. Schumpeter, el gran historiador de las doctrinas económicas, lo explicaba elocuentemente: “dado que las buenas causas son inagotables y la petición de gastos es, por ello, infinita, el proceso presupuestario consiste mayormente en decidir donde decir no”. Es decir: hay que acomodar los gastos a realizar a los ingresos disponibles. Esa es la idea esencial, bien sencilla. A partir de ahí, el mayor o menor grado de elaboración de los Presupuestos dependerá de la complejidad de las transacciones. Por eso los Presupuestos en las grandes empresas o en las instituciones públicas son más complejos que los que hacemos los ciudadanos para nuestra economía doméstica, pero responden al mismo principio básico.

Sin embargo, el mayor peso de los estados desde la segunda guerra mundial –en la Unión Europea el 45% del gasto es público– ha transformado esta realidad de tal manera que ahora, ante cualquier petición de cualquier grupo social o sector, muchos gobernantes creen que tienen la obligación de decir que sí. En estas cuestiones presupuestarias, seguramente como ocurre en otros campos, suele acertarse si se recuerdan algunos principios fundamentales y algunas consecuencias inevitables dependiendo de las soluciones que se adopten.

En primer lugar, hay que priorizar, no queda otro remedio. Los recursos son limitados, siempre inferiores a las necesidades y endeudarse conlleva la desagradable secuela de reintegrar lo prestado con intereses y eso, como es conocido, es un pésimo negocio para las generaciones futuras.

En segundo lugar, la elección de los gastos a realizar no es neutra: sobran ejemplos que demuestran cómo el mal uso de los recursos es una de las fuentes primordiales de falta de crecimiento y el mejor camino hacia la pobreza. Asturias, es un buen ejemplo de esto; baste recordar el uso ineficiente de los fondos mineros, cuya finalidad era contribuir a generar estructuras económicas alternativas, y que sencillamente no se invirtieron en proyectos de economía productiva, sino en infraestructuras que una vez concluidas ni siquiera han proporcionado empleos. Por eso, seguir instalados en la idea de que la solución son los fondos del Estado o europeos, Bruselas o Madrid, solo puede conducir a la decadencia como recordaba en agosto en estas mismas páginas Jesús Fernández-Villaverde, uno de los más cualificados economistas asturianos.

En tercer lugar, según una ley bien conocida en economía (Pareto), que las últimas décadas no han hecho sino confirmar, la redistribución de renta en la sociedad viene propiciada esencialmente por dos factores: el nivel de productividad dentro de la economía y la cultura de la sociedad (aquí entra, por supuesto, la capacitación y formación, pero también el escepticismo ante soluciones milagro ofrecidas por los populismos). Por eso, las retahílas como las de la subida de impuestos “a los ricos” o la dilución de la responsabilidad en manos del Estado protector pueden ser eslóganes muy efectivos para impresionar a cierto electorado, pero serán escasamente útiles para el crecimiento económico, que es a la postre la principal fuente de riqueza de cualquier sociedad.

Por último, cabe recordar que el Presupuesto es un documento político, no una mera agregación de importes. Hungría, Polonia o Eslovenia lo han venido a recordar estos días al mostrar su desacuerdo con algunas exigencias del Presupuesto europeo que no comparten. Por eso no es razonable pensar, como se pretende hacernos creer desde instancias gubernamentales, que grupos políticos que no se recataron en decir que España les importaba un comino busquen ahora el interés general apoyando los Presupuestos, y mucho menos suponer que cambiarán sus ideas o sus objetivos. No hay que olvidar que el Presupuesto en las sociedades democráticas se estableció para hacer que los gobiernos fueran responsables e impedir que los cortesanos y otros grupos de interés saquearan a la hacienda pública en su propio beneficio.

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