En la primera ola, Pedro Sánchez hizo de Churchill prometiéndonos sangre, sudor y lágrimas –pero victoria– en la lucha contra el virus. En aquellas homilías primaverales daban ganas de pillar el bicho y acabar en la UCI para librarse de la matraca presidencial. El papel le iba grande y, además, le llovieron críticas, acusándolo poco menos que de dictador. De aquella primera andanada, aprendió. Recondujo los flujos del poder para que nada malo le salpicase. Y, ahora, cuando hay que apretar a la ciudadanía, deja magnánimamente el asunto en manos de las autonomías. Él, mientras, se queda con el monopolio mediático de la vacuna. Para que se vea que Superman otra vez llega al rescate.